La idea parecía alocada, pero a la vez la evidencia era abrumadora: el
mismo año en que el volcán chileno Puyehue teñía de gris el norte de la
Patagonia, la incidencia de pacientes con enfermedades intestinales
inflamatorias (EII) que agravaban su estado aumentaba de manera alarmante.
Claro que al principio la relación entre un hecho y otro no estuvo a la vista,
pero en determinado momento los profesionales del Hospital de Gastroenterología
‘Dr. Carlos Bonorino Udaondo’, de CABA, comenzaron a sospechar e iniciaron un
trabajo con el equipo liderado por el investigador del CONICET y vicedirector
del Instituto de Estudios Inmunológicos y Fisiopatológicos (IIFP, CONICET-UNLP)
Guillermo Docena.
Diez años y muchísimos ensayos después, lograron confirmar lo inequívoco
de aquella hipótesis: las partículas del material expulsado por el cráter
estaban desmejorando a muchas personas. El hallazgo científico acaba de
publicarse en la revista Enviromental
Pollution.
«La incidencia fue muy rápida. A partir de junio de 2011 comenzó a
crecer notoriamente la internación de pacientes con colitis ulcerosa y
enfermedad de Crohn, dos afecciones que dañan las paredes del tracto digestivo,
que presentaban cuadros muy graves con menor respuesta a los tratamientos
convencionales», relata Alicia Sambuelli, jefa del Grupo de Trabajo
Enfermedades Inflamatorias del hospital Udaondo y una de las autoras del
trabajo. En este sentido, hace referencia a la administración intravenosa de
corticoides -que falló en el 75% de esos casos–, y a la utilización ‘de
rescate’ o como último recurso de un medicamento biológico llamado infliximab,
que entre ese año y enero de 2012 elevó su histórica tasa de fracaso del 16% al
57% de las personas inducidas, «para quienes lamentablemente el único camino
posible fue la colectomía de emergencia, es decir, la cirugía de extirpación
del colon», agrega la especialista.
Frente a esta realidad, el equipo médico comenzó a buscar un nexo entre
el agravamiento de la enfermedad y algún agente de tipo infeccioso o ambiental
que pudiera estar activando las EII, dado que se sabe que la alta circulación
de virus gastrointestinales o respiratorios, o la contaminación medioambiental
son factores capaces de promover los casos graves de este tipo de patologías.
Lo único distinto que estaba ocurriendo era la erupción del Puyehue, una
noticia imposible de ignorar teniendo en cuenta que el fenómeno despertó una
alerta roja que se prolongó durante meses, con eyecciones de cenizas de más de
15 kilómetros de altura que afectaron a muchas ciudades argentinas y provocaron
gran mortandad de peces en lagos patagónicos, entre otras severas consecuencias.
«Aunque no encontramos antecedentes de situaciones similares, sí dimos con
reportes muy recientes de aumentos de incidencia y hospitalizaciones por EII en
zonas con importantes niveles de polución industrial del aire», señala
Sambuelli.
Y entonces recordaron un dato: Islandia, al igual que otros países
rodeados por volcanes, registra uno de los niveles más elevados de EII en todo
el mundo. Bingo. Con la evidencia local y una vasta experiencia en el tema, el
equipo de Docena se concentró en los ensayos de laboratorio utilizando un
modelo de ratones con inflamación intestinal inducida, algunos de los cuales
recibían agua con cenizas del Puyehue, mientras que otros bebían agua prístina.
Los resultados mostraron claramente cómo la enfermedad evolucionaba peor en el
primer grupo y se mantenía controlada en el segundo.
«“También logramos describir el mecanismo por el cual se produce este
daño: se llama inflamasoma y puede estar promovido por la presencia de metales
como el aluminio o la sílice, precisamente dos que se encuentran en la ceniza
volcánica. En contacto con la mucosa, estos minerales favorecen la producción
de citocinas pro-inflamatorias, unas proteínas que serían las responsables de
agravar la lesión intestinal que, con el tiempo, provoca la pérdida de su
función», describe el experto.
Investigador del CONICET en el Centro de Investigaciones Geológicas
(CIG, CONICET-UNLP) y otro de los autores del trabajo, Leandro D’Elia explica
que la erupción del Puyehue, como casi todos los volcanes activos de la Cordillera
de los Andes -la mayoría ubicados del lado chileno- es de tipo explosivo y de
baja frecuencia, es decir que acumula un gran volumen de magma o roca fundida y
gases durante muchísimo tiempo, dado que su recurrencia a entrar en erupción es
muy baja.
«Cuando lo hace, es como destapar una gaseosa: el líquido y los
volátiles retenidos salen con una energía descomunal que, en el caso del magma,
al tomar contacto con la superficie, se enfría y se convierte en vidrio,
mientras que el estallido de las burbujas conduce a triturarlo en distintos
tamaños, en lo que conocemos como ceniza volcánica», detalla el especialista.
Cuanto más volátil, más fina será la ceniza y más enérgica la erupción,
pudiendo llegar a formar columnas de hasta 25 kilómetros de altura que pueden
alcanzar circulación atmosférica y desde allí dispersarse hacia sitios muy
alejados o inclusive dar la vuelta al mundo. Pero el problema no es tanto la
ceniza gruesa, por ejemplo del tamaño de granos de arena, porque se acumula, se
estabiliza con la lluvia y se puede barrer o recoger.
«El material más fino, en cambio, queda en suspensión durante mucho
tiempo y es muy difícil que decante en un líquido. Por su tamaño y baja
concentración, su presencia escapa a los registros, y por eso los primeros análisis
de agua, realizados inmediatamente después de la erupción, arrojaban valores
normales. Fue recién algunos meses después que se empezaron a detectar estos
casos sintomáticos de agravamiento de las enfermedades gastrointestinales que
dispararon este estudio», apunta D’Elia, responsable de la organización de la
toma de muestras para los ensayos del trabajo que cabe destacar es el primero
que traza una relación causal entre los componentes de la materia expulsada por
un volcán y las inflamaciones del intestino. BP
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