La fe hace cantar a Joan Maragall: “Sia´m la mort una major naixença” (sea la muerte para mí un nacimiento más alto). Esto nos hace dar un paso que parece un salto en el vacío: dicen que la fe embellece la muerte y la hace dulce, alegre, preciosa y deseable si se despoja de toda idea de destrucción, que tan espantosa la hace a la mayoría de los hombres. Vista así, no hay que maquillar esos momentos de la vida. A. Pou, monje de Montserrat, dice: “la fe no es una anestesia contra el dolor de la separación de quienes amamos. La fe, sin embargo, es capaz de convertir la percepción de la realidad que vivimos, que a menudo es trágica, desesperante y sin sentido, en una visión dramática de la vida: <Es dura esta situación por la que paso, pero no es la última palabra de la realidad. Recobraré la esperanza, el aliento y las ganas de vivir..., porque tengo a alguien que está siempre a mi lado, Jesucristo, la razón de mi vivir y de mi morir y la persona que me ayudará a superarlo>”. No se trata de un camino de superación del dolor, sino la conciencia de que –dentro del misterio- todo tendrá un sentido. Y no se trata de un consejo piadoso o de algo marginal, sino que pertenece al centro de la fe cristiana, como dice S. Pablo: Dios resucitó a Jesús, y “si es cierto que los muertos no resucitan, Dios no ha podido resucitarlo. Porque si los muertos no resucitan, Cristo no ha resucitado tampoco” (1 Cor 15,15).
En la vida hay dos palabras importantes: amor y muerte. “Es fuerte el amor como la muerte”, dice la Escritura, y comenta Balduino de Cantorbery: “Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor. Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte su presa y devolvérnosla. Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus embates, de confundir su victoria”. En el fondo, el amor es la vida, la muerte es la ausencia de vivir, pero hay gente que vive sin amor, y entonces no vive, y es que el amor es la esencia de la vida, y donde no hay amor hay muerte, y donde hay amor no hay muerte aunque uno se muera.
Nos dejó Teresa de Ávila aquellas palabras que dan paz: “nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. La paciencia todo lo alcanza. Dios no se muda. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta”. Pues, como dice san Juan de la Cruz, hay una sed de infinito que no se calma por mucha hermosura sino por un no sé qué que se tiene por ventura, toda miel es algo finito, no es eso lo que hay que buscar, ya que al fin cansa el apetito y empalaga el paladar. El río de la vida es camino de eternidad, y podemos decir: “Mis días se van río abajo, salidos de mí hacia el mar, como las ondas iguales y distintas (siempre) de la corriente de mi vida: sangres y sueños. / Pero yo, río en conciencia, sé que siempre me estoy volviendo a mi fuente” (Juan Ramón Jiménez). LlPS
No hay comentarios.:
Publicar un comentario