“Ya llegó la Cuaresma, qué lata lo de no comer carne, pero
bueno, no importa, es cosa de procurar pasar para el viernes el día en que de
por sí comemos pescado en casa, y ¡qué atracones de mariscos me esperan!”; “ya
llegó la Cuaresma, aprovecho para vaciar mi clóset de lo que ya no sirve, a ver
a quién se lo dono”; “ya llegó la Cuaresma, no voy a ver tele, pero no importa
porque de todos modos no hay nada bueno que ver, y me queda la pantalla de mi
teléfono, de mi compu, de mi tablet”; “ya llegó la Cuaresma, no comeré
golosinas, aprovecho para hacer dieta, a ver si bajo unos kilitos que me
sobran”; “ya llegó la Cuaresma, tenemos tiempo para ir pensando a qué playa
vamos en Semana Santa”.
Estas y otras frases que la gente suele decir cuando llega la
Cuaresma, expresan una triste realidad: que no estamos aprovechando este
período de cuarenta días para vivir una verdadera conversión, un cambio que
reoriente nuestros pasos hacia Dios, sino que nos disponemos a vivir una
Cuaresma cuidadosamente ‘domesticada’ para que no se salga de los estrechos
límites que le hemos impuesto y no nos moleste o incomode más allá de lo
estrictamente necesario.
Iniciamos la Cuaresma con aprensión, sus cuarenta días nos
parecen ¡eternos!, y cuando llega su final (siempre más pronto de lo que
imaginamos), nos sentimos aliviados de ya no tener que ‘mortificarnos’, pero la
verdad es que no nos mortificamos mucho, y tarde se nos hace para retomar los
hábitos que dejamos en pausa el Miércoles de Ceniza. ¿Qué sucede año con año?
Que dejamos pasar los días de este ‘tiempo fuerte’ que la Iglesia dispuso para
nuestro crecimiento espiritual, y seguimos siendo los mismos de antes, ni
crecemos ni cambiamos realmente en nada.
¿Qué podemos hacer al respecto?
Sólo hay un remedio: atrevernos a dejar que nuestra Cuaresma
se escape del limitado confinamiento en que acostumbramos encerrarla, y le
permitamos que nos rete a ir más allá, a hacer lo que nunca antes hemos hecho.
Atrevámonos a vivir una Cuaresma diferente, que nos saque de
nuestra ‘zona de confort’, que nos haga experimentar lo que se siente depender
no de nuestros recursos, sino de la Providencia Divina, de la misericordia de
Dios.
El Papa Francisco pide que la Iglesia salga a la periferia,
que no se quede encerrada en sí misma. Pues bien, eso de la periferia cabría
aplicarlo también para nuestro modo de vivir la Cuaresma. Ojalá nos animemos a
vivirla en la periferia de nuestra seguridad, en la periferia de nuestra
rutina, en la periferia de lo que hacemos siempre, y hagamos ahora algo más,
algo que nos desinstale, nos ‘desapoltrone’, nos inquiete, nos mueva el tapete
y nos permita tomarnos más firmemente de la mano de Dios y ver más de cerca los
ojos de nuestros hermanos.
Atrevámonos a preguntarle al Señor cómo quiere que vivamos
esta Cuaresma, y aceptemos si nos propone algo tal vez muy diferente a lo que
acostumbramos, algo que nos haga decir: ‘jamás imaginé que haría esto’. Y así,
por ejemplo, con relación a la oración, tal vez deberemos intentar una manera o
lugar o frecuencia distintos para orar; con respecto a la limosna no habremos
de conformarnos con dar dinero ni lo que nos sobra, sino ofrecernos como
voluntarios en algún centro donde haya quien nos necesite, o vayamos de
misiones; en lo que toca a la abstinencia, que no sólo nos privemos de algo
sino vayamos a compartirlo con los demás.
Este año no nos resignemos a que otra vez la Cuaresma llegue
y se vaya sin pena ni gloria, sino disfrutemos cada día y diario hagamos algo
que nos permita convertirla en bien aprovechada oportunidad para vivir y
compartir nuestra fe, esperanza y caridad. AMSE
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