Texto del Evangelio (Mc 2,1-12): Entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz
de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había
ya sitio, y Él les anunciaba la Palabra.
Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre
cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo
encima de donde Él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron
la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al
paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados».
Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban
en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede
perdonar pecados, sino Dios sólo?». Pero, al instante, conociendo Jesús en su
espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así
en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: ‘Tus pecados te
son perdonados’, o decir: ‘Levántate, toma tu camilla y anda?’ Pues para que
sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados
-dice al paralítico-: ‘A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu
casa’».
Se levantó y, al instante, tomando la camilla,
salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban
a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida».
«Hijo, tus pecados te son perdonados
(...). A ti te digo, levántate, toma tu
camilla y vete a tu casa»
Comentario: Rev. D. Joan Carles MONTSERRAT i
Pulido (Cerdanyola del Vallès, Barcelona, España)
Hoy vemos nuevamente
al Señor rodeado de un gentío: «Se agolparon tantos que ni siquiera ante la
puerta había ya sitio» (Mc 2,2). Su corazón se deshace ante la necesidad de los
otros y les procura todo el bien que se puede hacer: perdona, enseña y cura a
la vez. Ciertamente, les dispensa ayuda a nivel material (en el caso de hoy, lo
hace curando una enfermedad de parálisis), pero —en el fondo— busca lo mejor y
primero para cada uno de nosotros: el bien del alma.
Jesús-Salvador quiere
dejarnos una esperanza cierta de salvación: Él es capaz, incluso, de perdonar
los pecados y de compadecerse de nuestra debilidad moral. Antes que nada, dice
taxativamente: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5). Después, lo contemplamos
asociando el perdón de los pecados —que dispensa generosa e incansablemente— a
un milagro extraordinario, “palpable” con nuestros ojos físicos. Como una
especie de garantía externa, como para abrirnos los ojos de la fe, después de
declarar el perdón de los pecados del paralítico, le cura la parálisis: «‘A ti
te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’. Se levantó y, al
instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos» (Mc 2,11-12).
Este milagro lo
podemos revivir frecuentemente nosotros con la Confesión. En las palabras de la
absolución que pronuncia el ministro de Dios («Yo te absuelvo en el nombre del
Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo») Jesús nos ofrece nuevamente —de manera
discreta— la garantía externa del perdón de nuestros pecados, garantía
equivalente a la curación espectacular que hizo con el paralítico de Cafarnaúm.
Ahora comenzamos un
nuevo tiempo ordinario. Y se nos recuerda a los creyentes la urgente necesidad
que tenemos del encuentro sincero y personal con Jesucristo misericordioso. Él
nos invita en este tiempo a no hacer rebajas ni descuidar el necesario perdón
que Él nos ofrece en su alcoba, en la Iglesia.
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