“A mi colegio
de monjas de la Congregación del Amor de Dios -escribe Juan Manuel de Prada-
iba de vez en cuando a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique.
Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que, después de
profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones
fustigadas por el hambre y la pólvora y las epidemias más feroces, para
inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente
encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos
vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas, como alumbradas por unas
convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada,
habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para
agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su
vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía
incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la
osamenta. Con cuatro duros y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha
comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y
consuelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a
cocer el pan. También habían velado la agonía de muchos niños famélicos, habían
apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la
amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para
tanto?
“Un día
descubrí que Dios no era invisible -recuerdo que me contestó una de aquellas
misioneras-. Su rostro asoma en el rostro de cada hombre que sufre”. Este
descubrimiento las había obligado a rectificar su destino: ‘Si no atendía esa
llamada, no merecía la pena seguir viviendo’. Y así se fueron al África o a
cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus
esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces
tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban
irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita,
regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la
eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban
extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía
ligeras de equipaje, para llevarse tan solo su envoltura carnal, porque su alma
acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían
entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran
despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una
partida de guerrilleros incontrolados.
“Repartidos
por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y
mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el
rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los
rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos,
en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son
hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio,
enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una
fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la
temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su
rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y
decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron
ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos
cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia
incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo”.
—Es un ejemplo admirable, desde luego, pero la
mayoría de la gente lo ve como algo inimitable, demasiado costoso, el
sacrificio de toda una vida.
Sin duda es
admirable, y es cierto que no todos, ni la mayoría, estamos llamados a ese
camino. Pero una vocación de entrega especialmente exigente no debe verse como
algo triste o negativo. La entrega supone esfuerzo, es verdad, pero eso sucede
con cualquier ideal o proyecto en la vida de cualquier persona.
Como ha
señalado Benedicto XVI, el esfuerzo personal es algo esencial, y eludir esa
evidencia es engañarse: “El futuro de la Iglesia solo puede venir y solo vendrá
de la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas y viven con plenitud su
fe. No vendrá de aquellos que hacen solo teorías. No vendrá de aquellos que
solo eligen el camino más cómodo. De los que esquivan la pasión de la fe y
declaran falso y superado todo aquello que exige el esfuerzo del hombre, que le
cuesta superarse y darse a sí mismo. El futuro de la Iglesia está marcado,
siempre, por los santos. Por personas que captan más que las solas frases
huecas que están de moda”.
—Es un ideal atractivo, ciertamente, pero debe ser
necesaria una ayuda especial de Dios para vivirlo.
Dios da
siempre esa ayuda. Nos da una luz que nos hace ver que nuestra misión es
necesaria, que hay muchas personas que esperan mucho de nosotros. Es una vida
de entrega a los demás, que no solo es compatible con la alegría, sino que está
en su fundamento. “Un santo triste es un triste santo”, decía Santa Teresa de
Ávila.
En los
momentos de incertidumbre sobre mi vocación -decía, por su parte, la Madre
Teresa de Calcuta-, hubo un consejo de mi madre que me resultó muy útil: “Cuando
aceptes una tarea, hazla de buena gana, o no la aceptes”, me decía. Una vez
pedí consejo a mi director espiritual acerca de mi vocación. Le pregunté cómo
podía saber que Dios me llamaba y para qué me llamaba. Él me contestó: “Lo
sabrás por tu felicidad interior. Si te sientes feliz por la idea de que Dios
te llama para servirle a Él y al prójimo, esa es la prueba definitiva de tu
vocación. La alegría profunda del corazón es la brújula que nos marca el camino
que debemos seguir en la vida. No podemos dejar de seguirla, aunque nos
conduzca por un camino sembrado de espinas”.
Y lo decía una
persona que, como hemos visto, pasó por largas etapas de aridez interior, por
la famosa ‘noche oscura del alma’. Su entrega nos muestra que esa alegría
interior no se fundamenta en la ausencia de inquietudes o tribulaciones, ni en
que ese camino nos resulte fácil, sino en una convicción profunda del alma que
nos confirma que ese sacrificio merece la pena y que debemos dedicar a él
nuestra vida.
—Pero hablas siempre, a lo largo de todo el libro,
de metas muy altas, que ahora mismo veo inalcanzables.
Quizá lo ves
como algo inasequible, y esa es la causa de tu indecisión y tu retraimiento, de
tu inseguridad. No se trata de plantearse la vida como una escalada al Everest,
sino como un largo caminar, paso a paso, y no hace falta que sean pasos de
gigante, pueden ser pasos cortos, pero es fundamental ponerse en marcha.
Después de un paso tienes que dar otro, no pararte. Eso es lo decisivo. Quizá
los ejemplos que han salido en este libro te resultan estimulantes pero
lejanos. Los ves como grandes hazañas que nada tienen que ver con tu vida. Pero
puedes verlos como un modelo, como una guía para ponerte en marcha, con
humildad, sin creerte llamado a grandes éxitos, sino a una gran tarea. Los
grandes ideales siempre deben concretarse en pequeños pasos, pues, de lo
contrario, se quedan en metas inaccesibles que acaban frustrando todo.
Además, los
grandes santos nunca supieron bien adónde llegarían. Es Dios quien marca los
tiempos. En este sentido podría aplicarse aquí, y es una paradoja, aquello de
que nadie llega tan lejos como quien no sabe adónde va, pues las vidas de los
santos ponen de manifiesto, como hemos visto a lo largo de estas páginas, que
el hombre que se encamina hacia Dios no debe mirar tanto hacia su futuro como
hacia su presente, porque es en el presente donde se desenvuelve su relación
con Dios, y de ello depende un futuro que no es fácil de prever, pues el
detallismo de los proyectos humanos minuciosos suele ser un estorbo para
arrancar el impulso que corresponde a los planes de Dios. AA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario