Lee
Iacocca, aquel legendario primer ejecutivo de la Ford que años después lograría
un espectacular reflotamiento en la Chrysler, explicaba así su experiencia de
varias décadas al frente de grandes multinacionales:
«Son
muchos los individuos inteligentes y cualificados que han desfilado ante mis
ojos, pero que no sirven para el trabajo en equipo.
»Parecen
reunir todas las condiciones. Son personas emprendedoras, y trabajan con gran
empeño, pero luego nunca llegan muy lejos: se quedan donde estaban, o poco
menos. Y lo que les impide progresar es precisamente eso: que no logran
trabajar y compenetrarse con sus compañeros.
»Por eso
hay una frase que detesto encontrar en la evaluación de las capacidades de un
ejecutivo, por mucho talento que posea, y es la siguiente: “tiene dificultades
para llevarse bien con otras personas”. A mi modo de ver, esa frase equivale al
beso de la muerte en su carrera profesional. Si esa persona es incapaz de
trabajar en equipo con sus compañeros, ¿qué beneficio puede reportar su
presencia en la empresa?».
Son muchas las
personas que fracasan en su trabajo por motivos que no son estrictamente
profesionales, sino más bien de carácter y de relación con los demás. Hay toda
una serie de hábitos que son claves para nuestra capacidad de relación con quienes
nos rodean: saber trabajar en equipo, contar más con lo que pueden aportar
otros, aprender a discrepar constructivamente y sin enconarse, conjugar
exigencia y cordialidad, procurar mandar sin humillar y obedecer sin sentirse
humillado, evitar tanto la terquedad como la excesiva influenciabilidad, etc.
Es muy
frecuente, por ejemplo, tanto en el ámbito familiar como en el laboral, o en
otros, que los repartos de tareas sean tremendamente poco efectivos: unos
pueden estar sobrecargados y otros sin saber qué hacer, o bien haciendo tareas
que corresponderían más a otros, o para las que otros están mejor preparados.
Por eso,
cuando unos padres delegan en sus hijos buena parte de la organización de la
limpieza de la casa o del cuidado del hermano pequeño, o un profesor sabe
organizar entre sus alumnos un reparto de tareas de cuidado del aula y de
preparación de actividades en beneficio de todos, o un ejecutivo consigue
formar equipos humanos que funcionen coordinadamente bajo su dirección, lo
habitual es que de esa manera se logren resultados mucho mejores, pues se
multiplica la efectividad de nuestro esfuerzo.
Hacer equipo,
saber delegar, repartir juego, alentar la iniciativa de los demás, generar
confianza, descubrir cualidades en otras personas..., son ejemplos de
capacidades personales importantes en muchos ámbitos de la vida. Hay personas
que no saben resistir la tentación de hacerlo todo personalmente, y eso les
resta eficacia de una forma dramática. Cuando, además, ocupan un puesto de
cierta responsabilidad, es lo que marca el límite de su valía. Así se lo
explicaba Iacocca a uno de sus ejecutivos más brillantes: «Quieres hacerlo todo
tú. No sabes delegar. Eres quizá el mejor colaborador que he tenido. Hasta es
posible que tu trabajo valga por el de dos..., pero olvidas que dependen de ti
docenas de personas...».
Lograr un
reparto de tareas realmente efectivo —en la familia o en el trabajo o donde
sea— no es algo tan simple como que quienes mandan repitan frases del estilo de
«ve a buscar esto y tráeme esto otro», «ve allí y dile eso», «hazme esto y
avísame cuando acabes». No se trata de dar órdenes en las que apenas cabe la
iniciativa personal, sino de transmitir con claridad lo que se desea conseguir
y dejar un amplio margen a la iniciativa y la creatividad de todos.
También es
importante saber transmitir de alguna manera la propia experiencia, de modo que
los demás comiencen donde nosotros hemos acabado y no tengan que reinventar la
rueda a cada momento. Se trata, en definitiva, de facilitar a cada uno que
pueda aprender de los errores de los demás, no sólo de los que vaya a cometer
él (aunque de ésos también aprenderá mucho). AA
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