Según el
relato de Lucas, Jesús ha agonizado en medio de las burlas y desprecios de
quienes lo rodean. Nadie parece haber entendido su vida. Nadie parece haber
captado su entrega a los que sufren ni su perdón a los culpables. Nadie ha
visto en su rostro la mirada compasiva de Dios. Nadie parece ahora intuir en aquella
muerte misterio alguno.
Las
autoridades religiosas se burlan de él con gestos despectivos: ha pretendido
salvar a otros; que se salve ahora a sí mismo. Si es el Mesías de Dios, el
“Elegido” por él, ya vendrá Dios en su defensa.
También los
soldados se suman a las burlas. Ellos no creen en ningún Enviado de Dios. Se
ríen del letrero que Pilatos ha mandado colocar en la cruz: “Este es el rey de
los judíos”. Es absurdo que alguien pueda reinar sin poder. Que demuestre su
fuerza salvándose a sí mismo.
Jesús
permanece callado, pero no desciende de la cruz. ¿Qué haríamos nosotros si el
Enviado de Dios buscara su propia salvación escapando de esa cruz que lo une
para siempre a todos los crucificados de la historia? ¿Cómo podríamos creer en
un Dios que nos abandonara para siempre a nuestra suerte?
De pronto, en
medio de tantas burlas y desprecios, una sorprendente invocación: “Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. No es un discípulo ni un seguidor
de Jesús. Es un de los dos delincuentes crucificados junto a él. Lucas lo
propone como un ejemplo admirable de fe en el Crucificado.
Este hombre, a
punto de morir ajusticiado, sabe que Jesús es un hombre inocente, que no ha
hecho más que bien a todos. Intuye en su vida un misterio que a él se le
escapa, pero está convencido de que Jesús no va a ser derrotado por la muerte.
De su corazón nace una súplica. Solo pide a Jesús que no lo olvide: algo podrá
hacer por él.
Jesús le
responde de inmediato: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora están los dos
unidos en la angustia y la impotencia, pero Jesús lo acoge como compañero
inseparable. Morirán crucificados, pero entrarán juntos en el misterio de Dios.
En medio de la
sociedad descreída de nuestros días, no pocos viven desconcertados. No saben si
creen o no creen. Casi sin saberlo, llevan en su corazón una fe pequeña y
frágil. A veces, sin saber por qué ni cómo, agobiados por el peso de la vida,
invocan a Jesús a su manera. “Jesús, acuérdate de mí” y Jesús, los escucha: “Tú
estarás siempre conmigo”. Dios tiene sus caminos para encontrarse con cada
persona y no siempre pasan por donde le indican los teólogos. Lo decisivo es
tener un corazón que escucha la propia conciencia. JAP
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