Texto del
Evangelio (Lc 21,12-19): En aquel
tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os echarán mano y os perseguirán,
entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores
por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en
vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una
sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros
adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y
matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi
nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas».
«Con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas»
Comentario:
Rvdo. D. Manuel COCIÑA Abella (Madrid, España)
Hoy ponemos atención en esta sentencia breve e
incisiva de nuestro Señor, que se clava en el alma, y al herirla nos hace
pensar: ¿por qué es tan importante la perseverancia?; ¿por qué Jesús hace
depender la salvación del ejercicio de esta virtud?
Porque no es el discípulo más que el Maestro
—«seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Lc 21,17)—, y si el Señor fue signo de contradicción,
necesariamente lo seremos sus discípulos. El Reino de Dios lo arrebatarán los
que se hacen violencia, los que luchan contra los enemigos del alma, los que
pelean con bravura esa “bellísima guerra de paz y de amor”, como le gustaba
decir a san Josemaría Escrivá, en qué consiste la vida cristiana. No hay rosas
sin espinas, y no es el camino hacia el Cielo un sendero sin dificultades. De
ahí que sin la virtud cardinal de la fortaleza nuestras buenas intenciones
terminarían siendo estériles. Y la perseverancia forma parte de la fortaleza.
Nos empuja, en concreto, a tener las fuerzas suficientes para sobrellevar con
alegría las contradicciones.
La perseverancia en grado sumo se da en la cruz.
Por eso la perseverancia confiere libertad al otorgar la posesión de sí mismo
mediante el amor. La promesa de Cristo es indefectible: «Con vuestra
perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc
21,19), y esto es así porque lo que nos salva es la Cruz. Es la fuerza del
amor lo que nos da a cada uno la paciente y gozosa aceptación de la Voluntad de
Dios, cuando ésta —como sucede en la Cruz— contraría en un primer momento a
nuestra pobre voluntad humana.
Sólo en un primer momento, porque después se
libera la desbordante energía de la perseverancia que nos lleva a comprender la
difícil ciencia de la cruz. Por eso, la perseverancia engendra paciencia, que
va mucho más allá de la simple resignación. Más aún, nada tiene que ver con
actitudes estoicas. La paciencia contribuye decisivamente a entender que la
Cruz, mucho antes que dolor, es esencialmente amor.
Quien entendió mejor que nadie esta verdad
salvadora, nuestra Madre del Cielo, nos ayudará también a nosotros a
comprenderla.
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