¿Cuál es la diferencia entre un creyente y un ateo? ¿O qué distingue a
una persona religiosa de otra que es indiferente a la religión? Por supuesto
que muchas cosas. Pero yo creo que la diferencia más fundamental es,
precisamente, la fe. Es muy diferente creer y no creer, tener fe o vivir como
si Dios no existiera.
Muchas veces he preguntado a niños, jóvenes y adultos si es igual estar
bautizado o no, tener fe o no tenerla; y qué es lo que hace la diferencia. Y,
desafortunadamente, no siempre me lo han sabido decir. Yo estoy convencido de
que existe un abismo entre uno y otro. La persona bautizada ha recibido, además
de la purificación del pecado original y la filiación divina –que es un regalo
verdaderamente increíble— el don incomparable de la fe. Y la fe cambia
radicalmente la vida. Es como si un ciego de nacimiento comenzara a ver y
pudiera contemplar toda la belleza de esta maravillosa creación que Dios ha hecho
para nosotros. O como si un hombre encerrado en una cueva fuera, de pronto,
llevado a la cima de una elevada montaña para contemplar desde las alturas
todos los valles y el paisaje que se extiende delante de sus ojos.
Una persona con fe es tremendamente afortunada. Tiene en su mano la
llave de la felicidad y el secreto para vivir en paz, con alegría y serenidad
todos los momentos de su existencia, incluso los más difíciles e
incomprensibles para nuestra pobre naturaleza humana. Muchas veces he podido asistir
y acompañar a tantas personas en momentos terribles de dolor –ante la muerte de
un ser querido o ante desgracias inesperadas— y siempre me han dado mucho que
pensar. Unos, porque han sabido aceptar esos sufrimientos con una grandísima
paz y serenidad, y siempre me han edificado muchísimo; y los otros porque, en
las mismas circunstancias o ante situaciones menos dramáticas, se han rebelado
contra Dios, se han desesperado y perdido temporalmente la luz e incluso la
razón de su misma existencia....
¡De veras que la fe cambia radicalmente la vida! Y, por desgracia, en
nuestro mundo secularizado de hoy –sobre todo acá en Europa— es cada vez más
frecuente encontrar a gente que se declara agnóstica o que, siendo cristianos,
viven una fe muy superficial y subjetiva; o que, por el ambiente tan
materialista que los envuelve, parece como si Dios no existiese para ellos.
En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a nuestro Señor, a
quemarropa: “Señor, auméntanos la fe”. Seguramente, al lado de Cristo, ya habían
aprendido lo que era la fe, y la diferencia tan abismal entre una persona
creyente y otra incrédula. Jesús, antes de hacer cualquier milagro, ponía
siempre la fe como condición para realizarlo. Aquella mujer sirofenicia, a
pesar de no pertenecer al pueblo elegido, arrancó de Cristo la curación de su
hijita gracias a su fe humilde y perseverante. Y aquel centurión romano –que
también era “pagano”— logró de Jesús un milagro para uno de sus servidores
enfermos, y nuestro Señor quedó profundamente conmovido ante una fe tan
maravillosa. Fue también la fe de aquella mujer hemorroísa la que arrancó de
Cristo su curación, después de doce años enferma y tras haber gastado toda su
fortuna en médicos. Gracias también a la fe, Jairo consiguió que Jesús
resucitara a su hijita muerta.
Todo el Evangelio está lleno de estos ejemplos. Y Cristo nos dice hoy
algo muy impresionante. Tal vez, a fuerza de escucharlo, ya nos hemos
acostumbrado. Pero fijémonos muy bien en sus palabras: “Si tuvierais fe como un
granito de mostaza, dirías a esta morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el
mar’, y os obedecería”.
¿Cuántos de nosotros, que nos llamamos buenos cristianos –y que,
seguramente lo somos— hemos hecho algún milagro? O mejor: ¿cuántos milagros
hemos realizado hasta el día de hoy, gracias a nuestra fe en Cristo? Cristo
cumple siempre su palabra. Entonces, ¿dónde está el problema? Tal vez en que
nuestra fe es tan, tan pequeña que no llega ni siquiera al tamaño de un
minúsculo granito de mostaza... Y no me estoy refiriendo yo a milagros
“espectaculares”. Cuando Cristo habla de trasplantar moreras y de mover
montañas, se refiere no tanto a las montañas físicas, sino a las dificultades
de la vida y a circunstancias aparentemente insuperables. La fe, si es
auténtica, es capaz de remover obstáculos gigantescos.
En la segunda parte del Evangelio de hoy se nos presenta otro tema que,
en apariencia, no tiene nada que ver con esta primera parte. Nuestro Señor nos
pone el caso del criado que sirve a su amo en cuanto éste llega del campo. Y Jesús
pregunta a sus discípulos: “¿Acaso deberá estar agradecido con el criado porque
ha hecho lo mandado?”. La frase, aunque cierta, podría desconcertarnos un poco,
como si nuestro Señor nos estuviera diciendo que Dios no tiene por qué
agradecer nuestros servicios. Aparte de que no se ve mucha relación con el tema
de la fe, la afirmación parece un poco dura...
Pero vamos a explicarlo. Hay que decir, en primer lugar, que no tenemos
que aplicar esta frase a Dios, sino a nosotros. O sea, Jesús no nos está revelando
los sentimientos del Padre en relación con nosotros, sino que nos está
indicando cuáles deben ser nuestros sentimientos y actitudes personales en
nuestras relaciones con Dios. En otras palabras, nuestro Señor no se identifica
con ese amo de la parábola, que con razón nos resulta un poco chocante: un
arrogante señorón, mandón y orgulloso, que primero se interesa de sí mismo y
luego de los demás. En realidad, el amo tiene el derecho de comportarse así con
el criado, pero nos parece egoísta y pretencioso. Al menos, debería cuidar las
buenas formas de educación, también con su criado.
Pero hay que mirar las cosas en sentido inverso. Es decir, desde la
perspectiva del criado. Nosotros somos esos “siervos inútiles” del Evangelio.
Y, cuando hayamos hecho todo lo que nos está mandado, digamos como el siervo de
la parábola: “Somos unos siervos inútiles, y lo que teníamos que hacer, eso
hicimos”.
Somos nosotros los afortunados al haber sido llamados por Dios para su
servicio. Es una honra y un santo orgullo poder ser contados entre los
servidores de Dios. Y lo que necesitamos para cumplir bien con nuestro deber
es, ante todo, una grandísima humildad, disponibilidad, empeño generoso y
docilidad para servir y obedecer. Es un don gratuito el que hemos recibido de parte
de Dios. ¡Y dichosos nosotros si nos comportamos así! Además, es lo único
lógico y sabio que podemos hacer, siendo creaturas e hijos de un Padre tan
generoso y tan bueno.
Esto, en definitiva, es también fe. No sólo es la capacidad para hacer
milagros. Fe es también saber obedecer y servir a Dios con humildad, sencillez,
amor y dedicación. La fe debe traducirse en obras. Si no –como nos dice el
apóstol Santiago— “es una fe muerta” (cfr.
St 2, 14-26). La fe debe ser activa y operante para ser auténtica. Una fe
amorosa hecha obediencia, humildad y servicio fiel a Dios nuestro Señor. SAC
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