“La verdad os hará libres”, se escuchó por ahí.
“Una mentira mil veces repetida se convierte en verdad”, replicaron por allá.
“La verdad es relativa”, concluyeron otros con indiferencia. Pero “¿Qué es la verdad?” –preguntó
confundido el alumno. Pregunta acuciante por la cual se han derramado ríos de
tinta a través de los siglos. Pregunta insoslayable pues no se puede prescindir
de la verdad, ni cancelarla, ni evitarla. Quien la niega, como han notado
tantos grandes filósofos, inevitablemente pone la cuestión otra vez. “No hay
verdad, la verdad no existe” –vociferan sus detractores muy seguros de sí
mismos, y luego, con menos seguridad, susurran mordiéndose la lengua: “Esta
es la verdad”. Sócrates seguramente habría replicado “¿Por qué tendría
que ser ésta la verdad y no otra, más aún cuando ustedes dicen en primer lugar
que ella no existe?” El viejo griego los habría desenmascarado, mostrando
la incoherente dictadura de un pensamiento único que se impone disfrazado de
tolerancia y relativismo. Los habría forzado al sano silencio, ese que se
postra ante la aporía, a través de la cual nos abrimos paso a la contemplación
del misterio. Y es que de este callejón sin salida uno no escapa con más
argumentos, por más finos y rigurosos que sean.
En los estratos más
profundos de la existencia para alcanzar la verdad definitiva se requiere otra
vía: una salida que nos permita ir más allá de los confines del mundo lógico y
sus insolubles paradojas. Porque la verdad a estos niveles tiene más de
místico que de lógico. Sin embargo, cuando la razón calla, ¿qué podemos decir
entonces?, ¿cómo podemos demostrar la verdad? Es que tal vez, y este es
justamente el punto decisivo, a estos niveles la verdad no se demuestra: aquí
la verdad -la verdadera verdad, la verdad auténtica, la Verdad con mayúsculas-
se “muestra”. Esta Verdad no se infiere, se manifiesta; no se abstrae, se toca,
se oye, y se contempla, y luego se anuncia y se testimonia. «Lo que existía
desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo
que hemos contemplado y lo que han palpado nuestras manos, acerca del Verbo de
vida, pues la vida fue manifestada, y nosotros la hemos visto y damos
testimonio y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos
manifestó» (1 Jn1, 1-2). Castellani
en un párrafo cargado de cultura, campechana sensatez e ironía exponía el
asunto así:
«¿Qué es la Verdad? -dijo Pilatos. -“Est vir
qui adest”- es el varón que tienes delante, podía haber respondido
Jesucristo, con las mismas letras de la pregunta “¿Quid est veritas?” En
la Edad Media un autor anónimo compuso este ingenioso anagrama: ¿Quid est
veritas? – Est vir qui adest. En realidad, Pilatos no preguntó en latín,
sino en griego vulgar, koiné, y Jesucristo no contestó nada. Al que
pregunta: ¿Qué es la verdad? sin muchas ganas de conocerla, la Verdad
no le contesta nada. En suma, si Jesucristo hubiese sido criollo (y en parte lo
fue) y Pilatos hubiese merecido que Cristo le contestara (que no lo merecía,
por cobarde), a la pregunta: “¿Qué es la Verdad?”, Jesucristo debía
haber contestado: “No te hagas el que no la ves…” Éste es un chiste
de Ignacio Pirovano. Así como a mí me cuelgan chistes malos que nunca he hecho,
que a veces me dejan bastante mal, así yo uso los chistes buenos de mis
amigos». DP
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