Hay mucha
gente que se aburre mucho. A veces tanto que, por ejemplo, incluso en su
refugio televisivo tienen que esforzarse para no ser engullidos por el zapping:
van pasando continuamente de un canal a otro y en vez de poder elegir entre
cinco programas distintos, al final resulta que todos les aburren y ellos
mismos acaban arrastrados por esa posibilidad de pasar de un programa a otro y
no se enteran de lo que sucede en ninguno.
Están tan
perezosos y aburridos que no tienen fuerza ni para divertirse. Dejan
simplemente pasar las horas sin encontrar nada que les ilusione. Las tardes se
les hacen interminables, dicen que todos los días son iguales, que todo les
cansa. Les cansa lo malo, y se cansan también de lo bueno. Y se aburren los que
tienen poco, y se aburren, incluso más, los que tienen mucho.
El
problema no son los aburrimientos transitorios, sino el que toma posesión del
estado habitual de ánimo, el de esa gente que con veinte años dice que ya lo ha
visto todo y que todo le aburre.
El
aburrimiento es una enfermedad difícil de curar. Hace poco leí que hay tres
remedios contra esta enfermedad del aburrimiento: el trabajo, el amor y el
interés por los detalles pequeños. Y que esos tres remedios, además, sólo se
venden en forma de semilla: que hay que tener un poco de paciencia, porque al
principio son algo pequeño, pero luego crecen y acaban floreciendo e iluminando
la vida.
El
aburrimiento general no se combate divirtiéndose. Las diversiones pueden
arrancar las hojas de la tristeza pero no arrancan su raíz. Las diversiones
resuelven sólo pequeños instantes de aburrimiento.
La forma de
resolver el problema global del aburrimiento es enamorándose de la tarea que
nos ocupa la mayor parte del tiempo que en esta vida pasamos levantados de la
cama: trabajar. Quien se entrega con generosidad al trabajo es difícil que
conozca el aburrimiento.
El
trabajo es uno de los mejores educadores del carácter. El trabajo enseña a
dominarse a uno mismo, a perseverar, a templar el espíritu, a olvidar tonterías
y a muchas cosas más.
Interesa
descubrir el valor grande de cosas que pueden parecer insignificantes. Nada es
inútil. Todo es valioso. El encanto de una labor se esconde detrás de ese
disfrutar terminando bien las cosas, cuidando esos detalles que hacen que
nuestro trabajo sea un verdadero servicio a los demás.
Que no
nos suceda como en aquella oficina vacía en la que un visitante hizo al
ordenanza la siguiente pregunta: —¿Es que no trabajan por la tarde? Y la
respuesta fue: —Cuando no trabajan es por la mañana. Por la tarde no vienen. AA
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