¿Por qué no todos llegan a la verdad? ¿Por qué nosotros
mismos caemos en el error, en la mentira, o vivimos asediados por las dudas?
¿Por qué hay tantos temas en los que se suceden una y otra vez las discusiones?
La explicación no es fácil. Las causas de las dudas y de los
errores son muchas. Pero en el mundo antiguo vislumbraron ya un camino que
permite avanzar hacia la verdad: la purificación.
Porque el ojo no puede ver si está dañado por la oscuridad.
Porque la mente no puede pensar bien si está desorientada por las pasiones o
por los prejuicios. Porque el corazón no se compromete en el camino hacia la
verdad si se deja arrastrar por los caprichos del momento. Porque nos falta
libertad interior si estamos atados por cadenas del mundo en el que vivimos.
Purificar significa romper con cualquier suciedad, cualquier
prejuicio, cualquier pecado, que impide abrirnos a la verdad.
¿Es posible alcanzar esa purificación? Para la fe cristiana,
sí, porque Dios mismo vino a curar, a sanar, a limpiar, a robustecer, a
levantar, a guiarnos hacia la luz, hacia el amor, hacia el bien, hacia la
belleza.
Desde la acción de Cristo, limpiados de la “vieja levadura” (cf. 1Cor 5,6-9), unidos a la vid que
vivifica (cf. Jn 15,1-8), estamos en
condiciones de ver mucho más lejos, de ver mejor, de descubrir horizontes de
verdad que unen, que alegran, que salvan.
El día del bautismo recibimos vestiduras blancas, limpias,
nuevas. La pureza dominaba nuestras vidas. Si el pecado empañó nuestro cristal,
si hirió la armonía de los corazones, la confesión puede purificarnos, puede
lavarnos de nuevo, puede redimirnos.
Vivir en la verdad: no hay otro camino para llegar a
consensos buenos, a sociedades sanas, a familias unidas. Desde la purificación
interior, lejos de las tinieblas del pecado (soberbia, avaricia, lujuria,
pereza, rencor, y un largo etcétera) podremos avanzar, poco a poco, hacia quien
es Camino, Vida y Verdad eterna, podremos ver, como los limpios y puros de
corazón, a Dios (cf. Mt 5,8). FP
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