Mateo 9, 36-38, 10, 8 Al ver a la
multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que
no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es abundante,
pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe
trabajadores para su cosecha". Jesús convocó a sus doce discípulos y les
dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier
enfermedad o dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son: en primer lugar,
Simón, de sobrenombre Pedro, y su hermano Andrés; luego, Santiago, hijo de
Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano;
Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el
mismo que lo entregó. A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes
instrucciones: “No vayan a regiones paganas, ni entren en ninguna ciudad de los
samaritanos. Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Por
el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los
enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los
demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente.
Reflexión
Joven: ¡este
Evangelio es especialmente PARA TI! Fíjate bien: “Al ver Jesús a las personas
–nos dice san Mateo– se compadecía de ellas, porque andaban extenuadas y
abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”. Si la persona del Papa nos
atrae tanto, ¡imagínate cómo sería nuestro Señor Jesucristo! Toda su
personalidad era fascinante y cautivadora. Su palabra y su talante seducía a
multitudes enteras. “Le seguían grandes muchedumbres de Galilea, de la
Decápolis, de Jerusalén y de Judea, y del otro lado del Jordán” -nos cuenta el
evangelista- “y mucha gente, oyendo lo que hacía, acudía a Él” (Mt 4,25; Mc
3,8). Él era de un corazón infinito, generoso, delicado, fuerte, noble, ¡todo
lo que tú puedas soñar y pensar de un corazón humano!
Él era verdadero
Hombre. Y, además, verdadero Dios. Su amor y su amistad no tienen medida, ni
conocen límites ni fronteras. Él es el único que nos ama como somos, a pesar de
nuestras limitaciones y caídas, y su amor es fuerte, incondicional, dulce y
total. Él es fiel. Nunca nos engaña ni nos puede fallar.
“Jesús se
compadecía de las multitudes”. El verbo griego del texto original -el que
emplea aquí el evangelista– significa literalmente “se le conmovían sus
entrañas”. Es un sentimiento profundamente humano, de una exquisita ternura
paternal –o maternal–, como nos recuerda el profeta Oseas en aquellas palabras
llenas de emoción, que nos hablan del amor de Dios a su pueblo: “Cuando Israel
era niño yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraím,
lo levantaba en brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarle. Lo atraía
con ligaduras humanas, con lazos de amor. Fui para ellos como quien alza a una
criatura contra su mejilla, y me bajaba hasta ella para darle de comer... Se me
conmueven mis entrañas y mi corazón dentro de mí...” (Os 11, 1-8). Éste es el
amor de Dios a sus elegidos, el amor que Cristo nos tiene a cada uno de
nosotros.
Pero el de
Cristo no es un sentimiento estéril, sino un compromiso eficaz y operante. El
fruto inmediato de esa compasión que siente hacia las multitudes es la elección
de sus Apóstoles. “La mies es abundante –les dice–, pero los trabajadores son
pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande trabajadores a su mies”. Y a
continuación aparecen los nombres de los elegidos: los doce Apóstoles, y los
envía, haciéndolos partícipes de su propia misión.
¿Y no has
pensado tú, querido amigo o amiga, que tal vez tu nombre podría estar también
incluido entre éstos? ¿No has sentido alguna vez en tu interior la llamada
dulce y serena del Señor, que te invita a seguirlo y a ir detrás de Él? ¿No te
estará diciendo que Él te quiere como amigo predilecto, como sacerdote, como
religioso o religiosa, como misionero? O sin duda te llama a una vocación
seglar de mayor entrega a Él y al apostolado. Dios ama a los jóvenes con un
amor especialísimo, como se ama la vida, la pureza, la fuerza y la plenitud; y
el reto que Él nos presenta es para almas grandes, para corazones nobles, para
espíritus magnánimos y generosos como el tuyo.
No tengas miedo
a decirle que “sí”, como Pedro, Santiago, Juan o el resto de los Doce. Si Él
nos da la carga, también nos da las fuerzas para llevarla adelante. Así nos lo
atestigua el mismo Evangelio: Cristo da a sus Apóstoles el poder que necesitan
para cumplir la misión que les encomienda. Y, además, Él está a nuestro lado,
siempre nos acompaña en nuestro camino. Así, pues, si sientes alguna voz dentro
de ti o piensas que Cristo te puede estar llamando a seguirlo, sé valiente y
generoso. SAC
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