Una profesora
explica a sus alumnos de nueve años un ejercicio práctico. Un grupo debe
sembrar unas semillas en dos macetas y ponerlas junto a la ventana del aula.
Luego, ese
mismo grupo se encargará de regar todos los días el primero de esos dos
tiestos. El resto de los alumnos se dedicará a rezar para que germine lo que
han sembrado en el segundo, pero sin echar una sola gota de agua.
El resultado
en las mentes de los chicos es fácil de imaginar: el aplastante peso de la
realidad les hace ver que rezar es una gran ingenuidad, puesto que de la
primera maceta pronto brotó una hermosa planta, y en cambio, de la segunda, la
oración no consiguió absolutamente nada. He recordado esta anécdota, que
sucedió realmente, porque a veces nos hacemos una idea de la oración casi tan
extraña como la que aquella profesora quería inculcar en sus alumnos.
La fe y la
esperanza cristianas no son ese balido paciente de ovejas cobardes con que
algunos parecen identificarlo:
El que reza no
puede pretender que Dios haga el trabajo que le corresponde hacer a él.
La oración no
es una simple espera de que alguien venga a resolver lo que nosotros hemos de
resolver.
Ni es la
aceptación cansina de errores o injusticias que estaría en nuestra mano atajar.
Tampoco es un
vano y supersticioso intento de obtener un poder oculto sobre los bienes de
este mundo.
Rezar no es
una especie de diálogo de un maníaco con su sombra. La oración es algo muy
distinto, y millones de seres humanos han encontrado en ella a lo largo de los
siglos, no solo consuelo, sino una luz y una fortaleza grandes.
No son pocos
los que desdeñan o incluso se pitorrean ante la misma idea de la oración.
Hablan con sarcasmo de todo lo que suponga rezar a Dios para que se resuelva un
problema social o se abrevie cualquier desgracia o maldad humana. Los que se
burlan de todo eso -señala Juan Manuel de Prada- son los mismos que luego
solucionan el mundo cada día, ensartando rutinarias condenas o repitiendo
cansinas obviedades. ¿Acaso son más eficaces esas manifestaciones de protesta o
sus expresiones archisabidas de lamento? Si nos burlamos de la palabra musitada
en soledad, si encontramos irrisorio el coloquio con Dios, en el que el hombre
emplea todas sus potencias intelectuales (la imaginación y la memoria, la
inteligencia y la voluntad), a las que suma el fervoroso deseo, ¿no deberíamos
también carcajearnos de cualquier otra reacción pacífica?
¿Por qué ese
regodeo de algunos en negar y pisotear la posibilidad del misterio? Un rezo no
va a imponer nuestros anhelos a la realidad, pero puede que, al conjuro de esas
palabras, nuestra pobre naturaleza humana, desvalida y apabullada, ascienda
sobre el barro de sus debilidades y halle una luz que le infunda fortaleza y
convicciones. Esas palabras que pujan por encontrar un interlocutor
sobrenatural no son ridículas, ni estériles, ni pazguatas; son la expresión de
hombres que se resisten a desfallecer y claman justicia y enarbolan la voz,
como un incienso votivo, para contrarrestar la fuerza de la maldad.
—Pero muchos dicen que han intentado hablar con
Dios y no oyen ninguna respuesta..., que no escuchan nada en la oración, que es
algo inútil.
Nadie profano
en la música consideraría inútil un piano por el simple hecho de haber obtenido
una penosa melodía al teclearlo al azar. El problema no es que la oración sea
inútil, sino que hay que aprender a hacer oración. Y en la oración no
escucharemos ninguna respuesta con voz de ultratumba que nos hable
solemnemente. La oración no es cosa de fantasías. La respuesta se escucha con
el corazón.
En el silencio
del corazón es donde habla Dios. Dios es amigo de ese silencio. Y necesitamos
escuchar a Dios, porque lo que importa no es lo que nosotros le decimos, sino
sobre todo lo que Él nos hace ver.
Dios no habla
demasiado alto, pero nos habla una y otra vez a través de todo lo que nos
sucede. Oírle depende de que, como receptores, logremos estar en buena sintonía
con el emisor, que es Dios, y sepamos vencer las muchas interferencias que a
veces produce nuestro propio estilo de vida. Así escucharemos lo que nos pide,
o lo que nos reprocha, y caeremos en la cuenta de lo que espera de nosotros.
Algunos
pensarán que orar es cosa de sugestión. Sin embargo, quienes verdaderamente
tratan con cercanía y profundidad a Dios mediante la oración son más
reflexivos, más ponderados, más certeros en sus juicios, con una humanidad más
sensible.
— ¿Y con tanto rezar, no corren peligro de
alejarse un poco de la realidad?
El silencio
interior -el que Dios realmente bendice- no aísla jamás a las personas de los
otros seres. Al contrario, le hace comprenderlos mejor, entrar más en su
interior. La verdadera oración otorga al hombre una madurez, un equilibrio de
alma y unos modos sensatos y profundos de entender la vida propia y la de los
demás.
La oración
enriquece enormemente a cualquier persona que la practique. Buscar unos minutos
al día de pausa cordial para el encuentro con Dios en el fondo del alma,
elevándose un poco por encima del trajín y el ruido de nuestras actividades
cotidianas, dejando por un rato esas preocupaciones que agobian (o precisamente
tratando de ellas en la presencia de Dios); y tomar, por ejemplo, el Evangelio,
o cualquier libro que nos ayude a elevar nuestro pensamiento hacia Él; y leer
una frase, unas pocas líneas, y dejarlas calar dentro de sí, como la lluvia cae
sobre la tierra. Eso, aunque solo sea unos pocos minutos, pero cada día, a la
vuelta de poco tiempo produce un sorprendente enriquecimiento interior. AA
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