Mucho antes de
las investigaciones de Freud y del psicoanálisis, los grandes maestros de la
vida espiritual habían advertido ya de las numerosas trampas en que puede caer
la persona cuando reza a Dios. Pero, sin duda, los análisis de Freud han
sembrado una sospecha más radical: la oración más sencilla y aparentemente más
sincera puede encerrar graves autoengaños y alimentar fantasías infantiles y
neuróticas.
En el fondo,
la cuestión es ésta: ¿Con quién está hablando realmente una persona cuando dice
hablar con Dios? ¿Qué hace cuando se dirige a alguien a quien no se ve y que no
contesta? Por mucho que hable con Dios, ¿no está encerrada en su propio yo?
Para no pocos,
la divulgación de esta «cultura de la sospecha» ha supuesto el derrumbe de su
religión. Ya no aciertan a rezar. Todo les parece engaño y patología. No pueden
y no quieren rezar. No se comunican con Dios. Su vida se va haciendo cada vez
más atea.
Otros, por el
contrario, es ahora cuando están purificando su religión de ilusiones
infantiles poco sanas. Poco a poco van descubriendo un rostro nuevo de Dios.
Hoy rezan de forma distinta. La fe comienza a ser para ellos el mejor estímulo
para vivir de manera digna y esperanzada.
Lo primero es
no confundir a Dios con cualquier cosa. Dios está más allá de nuestros
sentimientos e ilusiones. No se identifica con las representaciones, símbolos o
ritos creados por los hombres. El que reza no ha de caer en la trampa de
«fabricarse» un Dios a su gusto y para su uso particular.
Dios, por otra
parte, no es una especie de «seguro» fácil que protege de la dureza de la vida.
Es una equivocación alimentar la ilusión de un Dios que está ahí, siempre a
mano, ofreciendo soluciones mágicas a los problemas del ser humano. Dios no se
deja poseer ni manejar como un objeto más de consumo.
Por otra
parte, lejos de apartar de la realidad, la oración verdadera lleva a afrontar
su dureza y, lo que es más importante, a empeñarse en su transformación. Cuando
una persona se va haciendo cada vez más huidiza ante los conflictos, más
intolerante e intransigente con los otros, más encerrada en sus propios
intereses y, en definitiva, más egoísta, su oración es puro «juego
imaginativo». Invocar al Padre es hacerse hermano. Rezar al Dios del evangelio
conduce a vivir evangélicamente. Orar a un Dios Amor es disponerse a amar
responsablemente.
Marcos nos
describe en su relato dos reacciones muy diferentes ante la oración de Jairo,
preocupado sólo por la salud de su hija. La de sus criados que le invitan a la
resignación realista: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al
Maestro?» Y la de Jesús que le invita a la confianza total: «No temas; basta
que tengas fe». JAP
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