¿El cristianismo nace desde nosotros o desde Dios? En otras palabras,
¿empezamos a creer gracias a un camino personal o porque acogemos un don que
viene de Dios?
Entender que Cristo es Dios, que tenemos un Padre en los cielos que nos
ama, que el Espíritu Santo habita en nuestros corazones, sólo es posible desde
una actitud de acogida.
Es cierto que nadie nos puede obligar a creer o amar. Como también es
cierto que el camino más fácil, más directo, más decisivo para aceptar el Evangelio
consiste en acoger el Amor de Dios al darnos cuenta de la gran verdad: Él me
amó primero.
De modo más radical, sorprende descubrir que el amor llegó a nosotros
precisamente cuando estábamos lejos, cuando el pecado nos había herido, cuando
no lo merecíamos. Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo
merezcan... dice el Señor por medio del profeta Oseas (cf. Os
14,5).
San Pablo lo recordará con palabras bañadas en el fuego del Espíritu: En
efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo
murió por los impíos -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un
hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos
ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros
(Rm 5,6-8).
A partir de esa certeza, convertida en experiencia, arranca mi condición
cristiana, en la que se unen el amor a Dios y el amor al prójimo: Nosotros
amemos, porque Él nos amó primero (1Jn 4,19).
Sí, soy cristiano desde su Amor y para amar. Soy cristiano porque me
abro, cada mañana, cada minuto, a la certeza de su cercanía y su misericordia.
Soy cristiano cuando empiezo a acoger, con gozo y esperanza, a Jesús, Hijo de
Dios e Hijo de María. FP
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