Texto del Evangelio (Mc 6,45-52): Después que se saciaron los cinco mil hombres, Jesús enseguida dio
prisa a sus discípulos para subir a la barca e ir por delante hacia Betsaida,
mientras Él despedía a la gente. Después de despedirse de ellos, se fue al
monte a orar. Al atardecer, estaba la barca en medio del mar y Él, solo, en
tierra.
Viendo que ellos se fatigaban remando, pues el
viento les era contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche viene hacia
ellos caminando sobre el mar y quería pasarles de largo. Pero ellos viéndole
caminar sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues
todos le habían visto y estaban turbados. Pero Él, al instante, les habló,
diciéndoles: «¡Ánimo!, que soy yo, no temáis!». Subió entonces donde ellos a la
barca, y amainó el viento, y quedaron en su interior completamente
estupefactos, pues no habían entendido lo de los panes, sino que su mente
estaba embotada.
«Después de despedirse de ellos, se
fue al monte a orar»
Comentario: Rev. D. Melcior QUEROL i Solà (Ribes
de Freser, Girona, España)
Hoy, contemplamos cómo
Jesús, después de despedir a los Apóstoles y a la gente, se retira solo a
rezar. Toda su vida es un diálogo constante con el Padre, y, con todo, se va a
la montaña a rezar. ¿Y nosotros? ¿Cómo rezamos? Frecuentemente llevamos un
ritmo de vida atareado, que acaba siendo un obstáculo para el cultivo de la
vida espiritual y no nos damos cuenta de que tan necesario es “alimentar” el
alma como alimentar el cuerpo. El problema es que, con frecuencia, Dios ocupa
un lugar poco relevante en nuestro orden de prioridades. En este caso es muy
difícil rezar de verdad. Tampoco se puede decir que se tenga un espíritu de
oración cuando solamente imploramos ayuda en los momentos difíciles.
Encontrar tiempo y
espacio para la oración pide un requisito previo: el deseo de encuentro con
Dios con la conciencia clara de que nada ni nadie lo puede suplantar. Si no hay
sed de comunicación con Dios, fácilmente convertimos la oración en un monólogo,
porque la utilizamos para intentar solucionar los problemas que nos incomodan.
También es fácil que, en los ratos de oración, nos distraigamos porque nuestro
corazón y nuestra mente están invadidos constantemente por pensamientos y
sentimientos de todo tipo. La oración no es charlatanería, sino una sencilla y
sublime cita con el Amor; es relación con Dios: comunicación silenciosa del “yo
necesitado” con el “Tú rico y trascendente”. El gusto de la oración es saberse
criatura amada ante el Creador.
Oración y vida
cristiana van unidas, son inseparables. En este sentido, Orígenes nos dice que
«reza sin parar aquel que une la oración a las obras y las obras a la oración.
Sólo así podemos considerar realizable el principio de rezar sin parar». Sí, es
necesario rezar sin parar porque las obras que realizamos son fruto de la
contemplación; y hechas para su gloria. Hay que actuar siempre desde el diálogo
continuo que Jesús nos ofrece, en el sosiego del espíritu. Desde esta cierta
pasividad contemplativa veremos que la oración es el respirar del amor. Si no
respiramos morimos, si no rezamos expiramos espiritualmente.
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