La noche del
27 al 28 de diciembre de 1942 fue muy importante para un chico de doce años
llamado José Luis Martín Descalzo. Transcurrían las vacaciones de Navidad en
casa de don Cosme, hermano de su madre y párroco de San Cebrián de Arriba, un
pueblecito de León. Aquella tarde había caído una gran nevada.
“En el viejo
cuarto de estar -recordaría José Luis unos años después- golpeaba un reloj que
marchaba más de prisa que los pasos de mi tío, que resonaban en el despacho. Mi
tío era un hombre de esos a quienes hay que querer en cuanto se le conoce.
Tenía el pelo gris y dos grandes arrugas surcaban la frente, sin que ninguna de
estas dos cosas consiguieran hacer menos brillante su mirada ni apagar su
sonrisa constante. En el cuarto de estar, mis hermanas hacían comiditas en un
rincón. Yo jugaba con Laurel, un canelo de dos años a quien habíamos tenido que
meter en casa porque la nieve casi taponaba la puerta de su caseta. De pronto,
Laurel se puso rígido, estiró las orejas y lanzó un ladrido agudo, que hizo que
mis hermanas levantaran a un tiempo la cabeza. Fue entonces cuando oímos que un
caballo se acercaba calle abajo, y se paraba a nuestra puerta. Llamaban. Mi
madre tiró de la soga, y al tiempo se abrieron la puerta de la calle y la del
despacho de mi tío, que apareció con el breviario en la mano. Abajo había un
hombre mal afeitado y con la pelliza salpicada de nieve”.
Aquel hombre
venía a avisar de que en Roblavieja se había puesto muy enferma una señora y
quizá falleciera esa misma noche. Él seguía su camino a otro lugar, en busca de
unas medicinas. Don Cosme no dudó un instante. Se puso sus botas, acabó deprisa
su cena y se dispuso a salir. No sirvieron de nada los consejos de su hermana,
que le hacía ver el peligro de salir andando, de noche y con esa nevada, para
hacer los cuatro kilómetros que había hasta Roblavieja. Solo logró convencerle
de que le acompañara su sobrino, José Luis.
“Había dejado
de nevar y el aire estaba tibio. Había salido la luna, que daba a la nieve una
luz extrañamente blanca. Cuando salimos del pueblo, el reloj de la torre dio
las diez de la noche. Mi tío iba embozado en su manteo, bajo el que ocultaba la
caja de los sacramentos. Yo iba físicamente embutido en el abrigo y la bufanda
y caminaba a saltos para no helarme los pies. La primera parte del camino fue
fácil; pero cuando llevaríamos andados cerca de tres cuartos de hora se ocultó
la luna y comenzó otra vez a nevar. Se levantó un frío que cortaba y que hacía
llorar. La noche se había puesto muy oscura y no había más luz que la que
despedía el brillo de la nieve. Fue entonces cuando yo comencé a tener miedo de
veras, porque noté que mis pies se hundían más que antes, y tuve la sensación
de que nos habíamos salido del camino. Miré a mi tío sin atreverme a hablar, y
vi en sus ojos idéntico temor. Nos detuvimos. Se veían ya algunas luces de
Roblavieja y el pueblecito se dejaba ver como una mancha más oscura. Pero ¿y el
camino? No había posibilidad de adivinarlo, ya que la nieve estaba tendida como
una capa, que no permitía adivinar dónde estaba el suelo firme.
“Seguimos
andando a la ventura, y ahora el pavor estaba ya en mi corazón. Y entonces fue
cuando sucedió lo que tenía que suceder, lo que estaba señalado para esta fecha
desde la eternidad. Y todo fue sencillo, como una lección bien aprendida. Mi
tío perdió tierra y cayó, dando un grito. Yo corrí hacia él e intenté ayudarle
a ponerse en pie. Pero fue inútil. No podía ponerse en pie y ya no volvería a
caminar más.
“Lo demás todo
fue muy rápido. Corrí como un loco hacia el pueblo, sin atender en absoluto al
peligro que también yo corría. Aporreé la puerta de la primera casa hasta
hacerme daño en los nudillos. La noticia corrió de casa en casa, y poco después
unos veinte hombres y varios perros me acompañaban al lugar donde había dejado
a mi tío. Mientras, seguía nevando, y los ladridos de los perros eran secos y
parecía que hicieran daño en el silencio. Mi tío estaba sin sentido, pero vivo
todavía. Cuando le levantaron quedó en medio de la nieve removida una mancha de
sangre que chillaba entre la blancura. Envuelto en una manta le llevaron hacia
el pueblo. Abrió los ojos y pidió que le llevaran a casa de la enferma.
“Le arrimaron
al fuego y se fue reanimando, mientras el médico vendaba la pierna, toda roja.
Cuando estuvo un poco más repuesto pidió que le acercaran a la cama de la
enferma, que era una viejecita arrugada que hablaba con rápidos chillidos.
Había mucha gente en el cuarto, y yo noté que todos apretaban los labios como
queriendo contener el llanto. Yo me quedé junto al fogón, sin acabar de
comprender lo que pasaba; era demasiado grande aquello para mi pequeña cabeza.
Yo perdí la noción del tiempo, porque mi tío y la vieja parecían no cansarse de
hablar. Yo oía desde lejos la respiración ahogada de mi tío -una respiración irregular,
como una máquina estropeada-, y entonces, no sé cómo, le vi como uno de
aquellos troncos que iban desfalleciendo en el fogón. Le veía doblarse
lentamente hasta que al fin cayera. Pero veía su sonrisa clara, que tampoco
ahora se apagó; su alegría de morir en un acto de servicio, morir calentando a
los demás y agotarse para dar puesto a otro leño que vendría tras él, para
morir también en el fogón. Fue entonces cuando se me ocurrió de repente
-¿cómo?- que por qué no iba a ser yo el leño que le sustituyera. No sé, nunca
se sabe cómo se ocurren las grandes ideas.
“Al día
siguiente las campanas de los dos pueblos tocaron a muerto, ¡aunque parecía que
tocaban a gloria! Yo estaba como abstraído, como fuera de mí. La gente pensaba
que era tristeza por la muerte de mi tío; pero ¿cómo iba a entristecerme una
muerte tan estupenda? Me parecía tan terriblemente hermosa aquella muerte, que
empecé desde entonces a soñarla para mí. Y era este sueño lo que obsesionaba mi
cerebro infantil”.
Al siguiente
mes de octubre, José Luis entró en el seminario. Las cosas no fueron fáciles,
pero se fueron resolviendo. “Yo recordaba siempre a mi tío en cada sacerdote
que veía, y recordaba aquella noche de nieve cada vez que nuestro patio
aparecía blanqueado; recordaba sobre todo aquel fogón en que los leños iban
consumiéndose. Y pensaba: dentro de cuatro años me tocará a mí arder y también
calentar y alumbrar. ¿Qué sería de nosotros sin este fuego vivificador? En los
pueblos sin sacerdote -pensaba- deben tener un invierno perpetuo.
“Y entonces
venía a mi memoria toda mi vida. Recordaba, sobre todo, aquella noche de
diciembre y me parecía que ahora yo estaba repitiéndola. Tanto, que cuando por
fin subí al altar tuve la sensación de oír el reloj que aquella noche había
dado las diez campanadas. Y cuando me acercaba a la Consagración me parecía
como si me hundiese en tierra, igual que aquella noche en la nieve. Me temblaba
el corazón como entonces, aunque esta vez no de miedo, sino de gozo.
“Cuando acabó
la Misa me senté en un rincón de la iglesia y allí estuve largo rato, como
intentando explicarme a mí mismo lo que había sucedido. Todo en mi vida era
distinto, comenzaba a sentirme útil y mi existencia empezaba a servir para
algo. Me veía entre los hombres con las manos llenas de amor y siendo como un
canal entre ellos y Dios, un canal por el que bajarían las gracias del Cielo,
por el que subirían las oraciones de la tierra. Me veía derramando el agua
santa sobre la frente de los niños, y acompañando los últimos minutos de los
moribundos; perdonando a los jóvenes sus pecados -¡ah, y viéndoles marcharse
contentos, con una nueva alegría!- y bendiciendo los nuevos hogares en que se
perpetuaría la vida. Veía a los niños arrodillados, puros y angelicales, ante
el altar, y yo bajaba hasta ellos y les ponía el Cuerpo del Señor sobre la
lengua. Yo rezaba también sobre los muertos, y mi bendición era lo último que
descendía sobre sus tumbas entre las paletadas de tierra. Yo bendecía las
casas, y los animales, y los frutos, y hablaba a los hombres de Dios, y por
ellos, por todos ellos, levantaba en las manos la Hostia blanca, en la que
Cristo se nos mostraría y vendría a vivir entre nosotros. Sí -pensé-; mi vida
comienza a servir para algo.
“Pienso que ya
estoy ardiendo, que soy el leño en el fuego, el fuego que ilumina, que
calienta; que ese es mi destino: consumirme en un acto de servicio, en un
glorioso acto de servicio a los hombres. ¡Y estoy tan orgulloso con este
destino!
“¿Cuánto
durará? ¡Qué importa eso! Quizá sean muchos años, como mi tío; quizá solo unos
meses, puede que unos días; quién sabe si esta misma noche no nevará y estará
borrado el camino que lleva a Castales y llegará uno a caballo a llamar a mi
puerta. Por eso tengo que darme prisa, tengo que buscar en seguida alguien que
me sustituya, que siga en la brecha si yo muero. Este fuego no puede
extinguirse, porque con él se apagaría el mundo”. AA
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