¿Cómo continuaría
la historia de la vida del “joven rico” del Evangelio? El Maestro le invitó a
dejarlo todo y a seguirle. Pero él se negó, y se fue triste.
Supongo que,
pasado el tiempo, a aquel chico le irían llegando noticias del Maestro. Unos
decían que era un impostor, otros que hacía milagros, que era un profeta. Más
adelante le llegaría la noticia de que le habían crucificado.
Podemos
imaginarnos ahora -siguiendo una glosa de José Miguel Cejas- que el personaje
ya es anciano. Está sentado, al atardecer, en el zaguán de su casa. Han
terminado ya las faenas del campo y se oyen, a lo lejos, las risas bulliciosas
de las espigadoras que regresan y los gritos de los hombres que transportan las
últimas gavillas. Tiene la mirada perdida, como desvanecida en el silencio.
También la vida, como el día, se va consumiendo, poco a poco, entre rumores
apagados de cansancio. Y su tiempo se va llevando los recuerdos, como el viento
borra las últimas huellas de las caravanas que pasan junto a su puerta.
Habla poco. De
vez en cuando, le visitan los viejos conocidos y evocan juntos a amigos y
parientes, casi todos ya muertos. Comentan algo sobre la próxima cosecha, sobre
los viñedos o los olivos. Y mientras, en la casa, todo sigue igual: ruidos de
cántaros, griterío de niños, leves pisadas femeninas. Desde hace años, este
anciano contempla, en un silencio impregnado de tristeza, los juegos de los
hijos de sus hijos. Vive de nostalgias y de recuerdos, asombrosamente cercanos,
a pesar del tiempo. Y hay algunos instantes de su vida que pesan en su alma
como si fueran decenas de años. Y otros que no acaban de pasar nunca, como la
mirada profunda de aquel Rabí.
Hace muchos
años, más de cincuenta, él cruzaba Palestina con un viejo criado que murió hace
tiempo. Entonces era un chico joven, tenía fuerzas, no como ahora. Era rico y
un tanto arrogante. ¿Feliz? Aceptablemente feliz. Y deseoso de servir a Dios.
Por eso, fue corriendo al encuentro de aquel hombre extraordinario y le
preguntó: “Maestro, ¿qué he de hacer...?” Y aquel Rabí, mirándole a los ojos,
sonriendo, le invitó a seguirle. Pero él se negó. Y se fue triste.
Pasó el
tiempo. En la aldea se comentaban cosas contradictorias. Unos decían que el
Rabí era un falsario y un impostor. Otros hablaban de sus milagros. Otros
estaban convencidos de que era un profeta.
Pasó más
tiempo. Se casó, tuvo hijos. Las noticias de Jerusalén llegaban con retraso a
su aldea. Una pascua, le contaron que lo habían crucificado. Respiró hondo. “Yo
tenía razón: no era más que un visionario. Hice bien en no seguirle. ¡Qué
locura hubiera sido echar por la borda todos mis bienes!”.
Pero, sin
saber por qué, la noticia le entristeció, como aquella tarde cuando volvió la
espalda a la cálida y respetuosa llamada del Maestro. En su mente seguía fija
la idea de que el Señor le llamó y que, si él no quiso seguirle, fue por
egoísmo, pero aquella llamada, aquella vocación seguía viva en su interior.
Descubrió que su antigua ilusión de entrega, sus deseos de Dios, seguían allí,
en un repliegue del alma. Porque, durante años, casi sin advertirlo, aquella
mirada y aquella sonrisa de Jesús le habían seguido acompañando.
Un día quizá
aparecieron los discípulos del Señor por su aldea. Hubo sus tensiones, porque
la doctrina de Cristo no deja a nadie indiferente. Los ancianos discutían a la
entrada del pueblo y bramaban contra ellos en la sinagoga. Lo comentaban
también, acaloradas, las mujeres en la fuente. Todos se sentían interpelados
por las enseñanzas de aquel Maestro, y quizá el joven rico, que ya no sería tan
joven, volvió a pensar en dejarlo todo y unirse a aquellos hombres, secundando
ahora la llamada que el Maestro le hizo unos años antes.
Algunos se
habían hecho de los suyos. Otros los insultaban y los perseguían. Quizá
entonces fue generoso y recuperó el tiempo que había perdido. Pero quizá volvió
a vencerle su egoísmo y prefirió quedarse cómodamente al margen. Era rico y no
quería riesgos. Se limitaba a contemplar desde lejos lo que pasaba. Pudo haber
sido uno de ellos. Y seguía enriqueciéndose. Su casa se llenaba de pebeteros,
de alfombras y de los pequeños lujos propios de una aldea. Tenía más y más
criados, y sus campos se engrandecían.
Y unos años
más tarde llegó aquella terrible guerra, la invasión romana, y la destrucción
del Templo de Jerusalén. Y aquel hombre, con seguridad, lo perdió todo. Le
arrebataron otros por la fuerza lo que no quiso él dar al Señor por su propia
voluntad. Ahora, su cuerpo se iba combando lentamente y se ajaba el rostro de
su mujer. Y en su vejez se lamentaba de su pobreza, viendo sus campos y sus
ganados en mano ajena, viendo el desprecio de aquellos que antes le adulaban
porque era rico, pero que ahora le ignoraban porque ya no lo era. Y él seguía
allí, en el portal de su casa, imaginando lo que pudo ser y no fue. A su
alrededor, veía la respuesta a lo que había sido su vida: una vida encerrada en
su egoísmo, que ahora los demás le pagaban con la misma moneda. Y lloraba en
silencio, pensando que su vida podía haber sido menos cómoda pero llena de esa
alegría que veía en la mirada limpia de los jóvenes cristianos.
Aquel hombre
pudo haber sido un gran apóstol. Recibió, como Juan, la llamada en plena
juventud. ¡Cuántas almas pudo haber salvado! Jesús las veía a través de sus
ojos. Y veía, detrás de esas almas, tantas y tantas otras. Pero aquel hombre
dijo que no. ¿Por qué? Cuenta el Evangelio que tenía muchas riquezas. Podemos
imaginarnos lo que serían: unos campos, unas casas, unos caballos, unos
mulos... Y por esas riquezas miserables abandonó a Dios hecho hombre, que le
buscaba en lo mejor de su vida. Se entiende que Jesús hiciera aquella dolorosa
reflexión, y que comentara entonces que es más fácil que pase un camello por el
ojo de una aguja a que entren en el reino de Dios quienes están apegados a las
riquezas.
Este joven ha
permanecido anónimo. Si hubiera respondido positivamente a la invitación de
Jesús, se habría convertido en su discípulo y, probablemente, los evangelistas
habrían registrado su nombre. Pero quien pone su seguridad en las riquezas de
este mundo no alcanza el sentido pleno de la vida ni la verdadera alegría. Por
el contrario, quien se fía de la palabra de Dios y renuncia a sí mismo y a sus
bienes para buscar el reino de los cielos, aparentemente pierde mucho, pero, en
realidad, lo gana todo. El santo es precisamente aquel hombre, aquella mujer,
que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja
todo por seguirle.
Como Pedro y
los demás Apóstoles, y como innumerables personas a lo largo de la historia,
cada uno de nosotros debemos recorrer el camino que Dios nos marque, que es
exigente pero colma el corazón y nos hará recibir el ciento por uno ya en esta
vida terrena, juntamente con pruebas y persecuciones y, después, la vida
eterna.
—¿Piensas entonces que Dios nos pide siempre de lo
que cuesta?
Lo hace Dios,
y así es la naturaleza del hombre. Nadie considera auténtico un amor que no
está dispuesto al sacrificio. “El amor, para que sea auténtico, debe costarnos”,
escribió la Madre Teresa de Calcuta. El sacrificio es lo que prueba el amor, y
lo que da alegría de verdad. “No quiero -insistía- que me deis de lo que os
sobra. Quiero que me deis de lo que necesitáis hasta realmente sentirlo. El
otro día recibí quince dólares de un hombre que lleva veinte años paralítico.
La parálisis solo le permite usar la mano derecha. La única compañía que tolera
es la del tabaco. Me decía: “Solo hace una semana que he dejado de fumar. Le
envío el dinero que he ahorrado de no comprar cigarrillos”. Debió de ser un
terrible sacrificio para él. Con ese dinero compré pan y se lo di a personas
que tenían hambre. De este modo, tanto el donante como quienes lo recibieron
experimentaron alegría.
“Creo que una persona que está apegada a sus
riquezas, que vive preocupada por sus riquezas, es, en realidad, muy pobre. Sin
embargo, si esa persona pone su dinero al servicio de los demás, entonces se
vuelve rica, muy rica. La bondad ha convertido a más personas que el celo, la
ciencia o la elocuencia. La santidad aumenta más rápido cuando hay bondad. El
mundo se pierde por falta de dulzura y amabilidad. No olvidemos que nos
necesitamos los unos a los otros”. AA
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