Unos magos de Oriente…
El mensaje central del relato evangélico de los magos es claro: el
Salvador nacido en Belén es para todos los hombres y mujeres de la Tierra. La
salvación que trae Cristo es para toda la humanidad.
Se dice que todos vivimos ya en una «aldea universal». Pero seguimos
divididos en bloques, enfrentados en razas, pueblos y naciones. El amor
universal que debería brotar de la fe en Jesucristo no logra unir divisiones,
salvar distancias y curar rupturas.
¿Dónde ha quedado el carácter universal y católico del cristianismo?
Porque hemos de reconocer que somos los cristianos quienes vivimos divididos
por particularismos ideológicos y políticos, separados por discriminaciones y
sectarismos de origen diverso. Nuestro amor no es universal y sin fronteras,
capaz de abrirse a todos los hombres y mujeres de la Tierra, y de buscar la
justicia y el bien para todos los pueblos. Encerrados en nuestros propios
intereses, seguimos invocando a Dios Padre de todos, de espaldas precisamente a
los más necesitados.
¿Cómo caminar hacia esa fraternidad amplia y universal que exige la
adhesión al Salvador del mundo? ¿Cómo unir solidariamente a los hombres y
mujeres de la Tierra, si, como ha dicho Aragón, ya no son éstos, días para
vivir separados»? ¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué la fe cristiana no nos hace
más universales? ¿Por qué seguimos interesados casi exclusivamente por lo
nuestro?
Teilhard de Chardin escribía hace unos años estas palabras: «No es
posible fijar habitualmente la mirada sobre los grandes horizontes descubiertos
por la ciencia, sin que surja un deseo oscuro de ver ligarse entre los hombres
una simpatía y un conocimiento crecientes, hasta que, bajo los efectos de
alguna atracción divina, no existan más que un solo corazón y un alma única
sobre la faz de la Tierra».
El relato de los magos nos revela en el Niño de Belén esa «atracción
divina» de la que habla Teilhard de Chardin. Ese Niño nos invita a los
creyentes a ensanchar nuestro horizonte, vivir nuestra fe con amplitud
universal y colaborar en la creación de una solidaridad real y efectiva entre
todos los pueblos.
El relato evangélico sólo habla de unos magos o sabios. Más tarde, la
tradición empezó a hablar de «tres magos», fundándose en el número de regalos
que ofrecen al Niño: oro, incienso y mirra. A partir del siglo octavo, se
mencionan incluso sus nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar. Más tarde, se los
considera como representantes de las tres razas entonces conocidas: blanca,
amarilla y negra. De manera ingenua pero inteligente, la tradición entendía que
el cristianismo estaba llamado a unir a todos los pueblos de la Tierra. JAP
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