“Dios es mi Padre”. Primera cosa que aprendemos cuando vamos al catecismo. Y enseguida nos
viene a la mente las típicas
comparaciones de su amor paternal con el de nuestros papás, así como su
infinita paciencia y el sacrificio que han hecho por nosotros, etc. En resumen Dios nos ama como nos
quieren nuestros padres pero a la infinitésima potencia, es con lo que salimos
del catecismo. Y terminan los niños su lección de catecismo coloreando a un
Señor majestuoso de barbas largas cogiendo de la maño a un niño.
“Dios es mi Padre”. Y lo decimos con la misma naturalidad con la que
decimos “Hoy hace calor”, “el Barça ganó este fin de semana pasado”, “Tengo
ganas de comer pizza”, sin detenernos un instante en la profundidad que
contiene esta frase. Una frase bonita como las que se ponen en los perfiles de
Face o Whatsapp.
“Dios es mi Padre”. Sí, es lo que los católicos piensan de la misma
manera que un hippie puede decir “mi Madre es la naturaleza” o un azteca “el
sol es mi padre”. Una metáfora más en una religión más de una persona más. Una
bella idea más de las tantas que han venido diciendo generaciones de
escritores, filósofos, cuando no de algún iluminado inspirado.
Pero en realidad, no debería ser así…
El ser humano es capaz de acostumbrarse a todo. Posee la habilidad de
caminar encima de carbones encendidos sin quemarse los pies o de habituarse a
vivir en los climas más inhóspitos. Podemos decir que lo mismo sucede en el
ámbito espiritual. Nos
hemos acostumbramos a escuchar verdades asombrosas. Tenemos entre nuestras
manos el fuego ardiente del Evangelio y ya ni siquiera nos calienta.
¡Y es que el pensar que Dios es mi Padre no puede ser algo indiferente! Deberíamos caer de rodillas llenos de inmensa
gratitud al constatar que el Creador del Universo, la Bondad Suma, el Ser más
poderoso del Mundo, me ama con un amor infinito, con un amor que sólo es digno
de Él. Lo peor de
todo es que nos hemos habituado ya a escuchar el mismo discurso una y otra vez.
No nos lo podemos imaginar de otra forma hasta el punto de que lo extraño ya es
imaginar a un Dios lejano, que no tuviera nada que ver conmigo.
Sin embargo, insisto, al principio no fue así. Esta verdad
escandalizaba. La
principal razón de la condena de Cristo fue esta: “considerarse Hijo de Dios” Mt 63-66. Pues no lo decía en un sentido
metafórico o simbólico, sino de manera real. La palabra con la que se dirigía a
Dios en su oración: “Abbá”, era la expresión con que los niños llamaban a sus
padres. Algo así como papi o papaíto en traducción actual. Y esto los judíos no
lo pudieron tolerar pues no comprendían cómo Dios se podía dignar amar a
alguien como a su Propio Hijo. Y ya sabemos cómo terminó todo.
“Dios es mi Padre”. Tan hijo suyo como lo fue Cristo, tan amado como él. Somos hijos en el Hijo. Este es el centro del Evangelio, la Buena Nueva
que Jesucristo nos vino a revelar. El hombre ya no estará nunca más a merced de
las desgracias del destino o de su pecado. “Pues no recibisteis un
espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un
espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” Rm 8, 15. A partir de ahora podremos
alzar siempre la mirada al cielo seguros de que tenemos un Padre que me
cuida y ama incondicionalmente. Y esta es una verdad infinitamente más
significativa que el clima o si el Barça perdió el juego pasado…
“¡Dios es mi Padre!”
¡Qué don tan grande! Hace falta sólo dejar que estas palabras penetren
hondamente en nuestra alma en medio del silencio y de la dicha de ser su hijo. HRA
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