Texto del
Evangelio (Mc 8,22-26): En aquel
tiempo, Jesús y sus discípulos llegan a Betsaida. Le presentan un ciego y le
suplican que le toque. Tomando al ciego de la mano, le sacó fuera del pueblo, y
habiéndole puesto saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntaba:
«¿Ves algo?». Él, alzando la vista, dijo: «Veo a los hombres, pues los veo como
árboles, pero que andan». Después, le volvió a poner las manos en los ojos y
comenzó a ver perfectamente y quedó curado, de suerte que veía claramente todas
las cosas. Y le envió a su casa, diciéndole: «Ni siquiera entres en el pueblo».
«Quedó curado, de suerte que veía
claramente todas las cosas»
Comentario: Rev. D. Joaquim MESEGUER García (Rubí,
Barcelona, España)
Hoy a través de un milagro, Jesús nos habla del
proceso de la fe. La curación del ciego en dos etapas muestra que no siempre es
la fe una iluminación instantánea, sino que, frecuentemente requiere un
itinerario que nos acerque a la luz y nos haga ver claro. No obstante, el
primer paso de la fe —empezar a ver la realidad a la luz de Dios— ya es motivo
de alegría, como dice san Agustín: «Una vez sanados los ojos, ¿qué podemos
tener de más valor, hermanos? Gozan los que ven esta luz que ha sido hecha, la
que refulge desde el cielo o la que procede de una antorcha. ¡Y cuán desgraciados
se sienten los que no pueden verla!».
Al llegar a Betsaida traen un ciego a Jesús para
que le imponga las manos. Es significativo que Jesús se lo lleve fuera; ¿no nos
indicará esto que para escuchar la Palabra de Dios, para descubrir la fe y ver
la realidad en Cristo, debemos salir de nosotros mismos, de espacios y tiempos
ruidosos que nos ahogan y deslumbran para recibir la auténtica iluminación?
Una vez fuera de la aldea, Jesús «le untó saliva
en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: ‘¿Ves algo?’» (Lc 8,23). Este gesto recuerda al
Bautismo: Jesús ya no nos unta saliva, sino que baña todo nuestro ser con el
agua de la salvación y, a lo largo de la vida, nos interroga sobre lo que vemos
a la luz de la fe. «Le volvió a poner las manos en los ojos y comenzó a ver
perfectamente y quedó curado, de suerte que veía claramente todas las cosas.» (Lc 8,25); este segundo momento recuerda
el sacramento de la Confirmación, en el que recibimos la plenitud del Espíritu
Santo para llegar a la madurez de la fe y ver más claro. Recibir el Bautismo,
pero olvidar la Confirmación nos lleva a ver, sí, pero sólo a medias.
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