Santos del NT, 03 de Febrero
Elogio: En Jerusalén,
conmemoración de los santos Simeón, anciano honrado y piadoso, y Ana, viuda y
profetisa, que merecieron saludar a Jesús niño como Mesías y Salvador,
esperanza y redención de Israel, en el momento en que, según la ley, fue
presentado en el Templo.
Una extravagante leyenda, difundida sobre todo
entre la cristiandad oriental, cuenta que Simeón era uno de los 70 sabios que
tradujeron en el siglo III a C la biblia hebrea al griego -la conocida como ‘Biblia
de los LXX’ o ‘Septuaginta’-; al llegar a la profecía del Emmanuel, el pasaje
de Isaías 7,14, consideró que el término ‘virgen’ no era correcto, y quiso
corregirlo y traducir por ‘mujer’, pero el ángel de Dios se le apareció y le
contuvo la mano, anunciándole que no moriría hasta no ver por sí mismo cumplida
esa promesa. Así que Simeón tuvo que vivir unos 300 años hasta llegar a la
escena de donde lo conocemos nosotros, es decir, a la entrada del templo, donde
se comprende que haya dicho “ahora puedes dejar que tu siervo se vaya en
paz...”.
Excentricidades narrativas al margen, nuestra única
fuente respecto de los dos santos que conmemoramos hoy, san Simeón el anciano
vidente y santa Ana la profetisa (a la que por supuesto no debemos confundir
con la más conocida santa Ana, abuela de Jesús), es el divulgado capítulo de
san Lucas 2, donde se cuenta la gran manifestación de Jesús en la entrada del
templo de Jerusalén. Leemos allí:
«He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado
Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y
estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo
que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el
Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para
cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios
diciendo: “Ahora, Señor, puedes,
según tu palabra, dejar
que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los
pueblos, luz para
iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel".
Su padre y su madre
estaban admirados de lo que se decía de él.
Simeón les bendijo y
dijo a María, su madre: “Este está puesto para caída y elevación de muchos
en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te
atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones".
Había también una
profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después
de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los
ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día
en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios
y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén».
Puesto que no hay ninguna tradición posterior
cierta acerca de ninguno de los dos personajes, tenemos que atenernos a lo poco
que nos cuenta san Lucas. Es evidente que el evangelio quiere destacar en los
dos santos sus rasgos específicamente judíos, para mostrar el momento en el que
la manifestación pública de Jesús abre la puerta de Israel a los gentiles;
posiblemente para mostrar que esa apertura a los gentiles no es por capricho de
los predicadores descendientes de san Pablo, sino porque así estaba previsto en
las Santas Escrituras: dos judíos, un hombre y una mujer, inequívocamente
judíos, entregan a los gentiles la llama de la promesa: ‘Luz para iluminar a
las naciones’.
El cántico de Simeón, más conocido como ‘Nunc
dimittis’, que la Iglesia reza cada noche en Completas, es un bellísimo himno,
en el que el evangelio ha logrado sintetizar en pocas palabras el sentido con
el que la Iglesia recibió desde un principio las promesas mesiánicas,
especialmente las del Libro de la Consolación de Isaías (es decir, Isaías
40-55). Ana y Simeón asumen alternativamente los rasgos del ‘Heraldo’ de
Isaías: «Súbete a un alto monte alegre mensajera de Sión...» (Is
40,9) «¡Qué hermosos son, sobre los montes, los pies del
mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva..!» (Is 52,7)
Aunque estamos acostumbrados a traducir el primero
de los dos textos en masculino, lo cierto es que literalmente Is 40,9 no menciona
un heraldo sino una ‘heralda’ (mebaseret), mientras que Is 52 sí habla de un
heraldo (mebaser), de allí que el exégeta Fitzmeyer señala que san Lucas ha
querido subrayar en Ana y Simeón, no sólo el cumplimiento, sino el cumplimiento
literal del tiempo mesiánico. Efectivamente, de la profetisa Ana, aunque su
figura quede un tanto eclipsada por la fuerza del himno de Simeón, se nos dice
que “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”.
Respecto de la fecha de celebración de estos dos
santos, nada más natural que recordarlos el día 3 de febrero, un día después de
la única actuación que les conocemos; sin embargo esta lógica, que es la de
algunos santorales orientales, no ha sido seguida siempre; por el contrario, la
memoria de Simeón (con o sin mención de Ana) ha pasado por distintos puntos del
calendario, hasta ahora que el Nuevo Martirologio Romano adoptó la que parece
más pertinente.
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