Como soldados de un ejército de lucha queriendo alcanzar un
ideal, aquel ideal que mueve el mundo, el motor de los mayores esfuerzos de la
humanidad. Me refiero a un ideal manifestado en el consumismo, en las ansias de
poder, en el arribismo, en el egoísmo, en la ambición, en las envidias, en los
rencores, en el dinero y en todo aquello que nos aleja del único ideal
verdadero: alcanzar el Reino de los Cielos.
El fervor no se desvanece, aunque el cansancio se hace notar,
pero debemos lograr nuestro objetivo, muchas veces a cualquier precio. Y es que
hemos perdido el centro, simplemente nos hemos olvidado de Dios. Ya no hay
espacio ni tiempo para darle acogida en nuestro corazón, pues estamos tan
enceguecidos que nada más importa que nuestros propios intereses.
El peor enemigo es nuestro ‘yo’. Dice Santa Teresa de Jesús
que “no
hay peor ladrón que nosotros mismos”. Se refiere a las tendencias egoístas que tenemos que combatir, pues
impiden nuestra libertad espiritual.
Nos creemos dueños de la verdad y súper héroes capaces de
tejer solos nuestras vidas, creyendo que lo hacemos con suma perfección. Nos
hemos transformados en pequeños Dioses a quienes adoramos: nos adoramos a
nosotros mismos.
Recordemos el hermoso poema de Santa Teresa de Jesús, quien
no perdió el centro y en donde manifiesta que todo está demás si vivimos con el
Señor, pues con Él ya todo lo hemos conseguido.
“Nada
te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo
alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta”.
Sólo en Cristo Jesús encontramos fuente de vida, salud para
el alma, calma en nuestras vidas y fortaleza para afrontar cualquier obstáculo
que se nos presente en el camino.
“Jesús les respondió: «Yo soy el pan
de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá
sed” (Juan 6,35)
Estamos invitados a mirar hacia dentro de nosotros mismos y
preguntarnos. ¿Qué lugar ocupa Dios en mi día a día? ¿Puedo dejar mis
importantes asuntos a un lado y permitir que Él entre en mi vida? Pues mientras
no dejemos ser tocados y renovados por el Espíritu de Dios, no lograremos un
cambio de actitud y continuaremos luchando hambrientos de todo, sin jamás ser
saciados.
“Jesús
le contestó: «En verdad te digo: El que no renace del agua y del Espíritu no puede
entrar en el Reino de Dios” (Juan 3,5)
La apretada agenda que nos lleva a una rutina diaria nos
robotiza realizando tareas sistemáticas, muchas veces inconscientes y
maximizando siempre el tiempo disponible. Una rutina de ejercicios al principio
nos cuesta trabajo y esfuerzo realizarla, pero luego se hace más amigable y
termina siendo sencilla. Al principio nos cuesta tomar el ritmo, pero luego
pasa a ser parte de nuestra rutina. Así mismo podemos pensar en nuestra relación
con Dios mediante la oración. No hay tiempo ni espacio en nuestra agenda, pero
si incorporamos una visita a la parroquia más cercana, asistir a misa al menos
todos los Domingos o destinar una hora a la semana en Adoración Eucarística,
iremos sintiendo poco a poco una cierta libertad en el alma. Veremos cómo
este ejercicio formará parte de nuestra rutina y ya no nos costará trabajo
realizarla y lentamente la iremos necesitando. Sólo debemos abrirle las puertas
y dejar que Dios obre en nuestros corazones.
“Cuando
la Escritura dice: Si hoy escuchan su voz, no endurezcan su corazón como en el
tiempo de la Rebelión” (Hebreos 3,15)
Mientras más tiempo destinemos a Dios, más lo iremos
necesitando. Mientras más oremos, más necesitaremos orar. Mientras más tiempo pasemos
junto a Jesús en el Sacramento del Altar, más deseos tendremos de visitarlo.
No dejaremos de ser soldados, pero lentamente nos iremos
transformando en soldados de Cristo luchando por alcanzar la Gloria de Dios. MYB
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