El
sistema inmunitario es esencial para nuestra supervivencia. Sin su protección,
moriríamos al cabo de unos pocos días o semanas, a merced de los microorganismos
que invadieran nuestro cuerpo. Tan solo vivir en una burbuja en
condiciones de esterilidad nos podría librar de ser presa de las más variadas
infecciones. Así, nuestra vida diaria, en constante exposición con infinidad de
microbios, sería sencillamente imposible. Sin embargo, no pocas personas pueden
también culpar al sistema inmunitario de provocarles graves enfermedades e
incluso la muerte. Errar es humano y este complejo sistema, como parte de
nuestro cuerpo, tampoco se libra de dicha premisa.
Esta
pandemia de COVID-19 nos ha vuelto a recordar lo peligroso que puede ser un
sistema defensivo que actúa de forma equivocada. De hecho, gran parte de las
personas fallecidas por la COVID-19 no murieron por el propio SARS-CoV-2, sino
por una reacción inmunitaria desproporcionada (hiperinflamatoria) que
terminó por provocar graves daños en tejidos como el pulmón, hasta el punto de
causar la asfixia.
Con
la aparición de las vacunas, el sistema inmunitario volvió a darnos una amarga
sorpresa: en raras ocasiones, las vacunas de AstraZeneca y de Janssen llevan al
sistema inmunitario de algunas personas a producir autoanticuerpos contra
una proteína presente en la superficie de algunos tipos de células
humanas, lo que termina provocando coágulos sanguíneos con déficit de
plaquetas.
Estos
patinazos desastrosos del sistema inmunitario van mucho más allá de los
ocurridos en la pandemia. Las enfermedades autoinmunitarias destacan por ser un
cruel reflejo de los fallos de este sistema defensivo que un día, sin previo
aviso, se transforma en ofensivo. De respetar y tolerar a las células
humanas, pasa a considerar a algunos tipos de ellas como peligrosas enemigas y
las ataca, aunque el cuerpo sufra con ello. Las consecuencias para la salud de
estos ataques injustificados del sistema inmunitario son relativamente fáciles
de identificar, pero el evento que los desencadena, la chispa que prende la
mecha, sigue siendo casi siempre un misterio.
Hace
unas semanas, la ciencia arrojaba un poco más de luz sobre una de las más de 80
enfermedades autoinmunitarias documentadas en el ser humano: la esclerosis
múltiple (EM), una dolencia que se caracteriza por el daño que provoca a
la mielina, la capa grasa que recubre las fibras nerviosas del sistema nervioso
central para asegurar la transmisión de los impulsos nerviosos. Esta destrucción
de la mielina se produce ‘a manos’ de los linfocitos (células especializadas
del sistema inmunitario).
Según un
nuevo estudio publicado en la revista Science, las
personas que pasan la infección por el virus de Epstein-Barr (VEB, responsable
de la enfermedad del beso) tienen 32 veces más riesgo de sufrir esclerosis
múltiple que aquellos que no la pasaron. Los autores razonan que este aumento
significativo del riesgo de padecer EM no puede explicarse por ningún otro
factor de riesgo conocido y las evidencias sugieren que la infección por VEB es
la causa principal tras esta enfermedad.
¿Cómo
es posible que un virus relativamente inofensivo como el VEB, que ha infectado
a alrededor del 90-95% de los adultos en el mundo sin pena ni gloria, sea capaz
de provocar que el sistema inmunitario de algunas personas ataque a los nervios
del encéfalo y la médula espinal? Desde hace varios años, múltiples
investigadores defienden la hipótesis de que alguna proteína de este virus debe
ser similar a otra proteína presente en el sistema nervioso central. Este hecho
llevaría a una grave confusión del sistema inmunitario de algunos individuos
predispuestos genéticamente, que conduciría a un ataque indiscriminado de ambas
moléculas, ya sean humanas o víricas.
Un
artículo publicado hace apenas unos días en la revista Nature da un fuerte respaldo tanto a esta hipótesis como a la
posibilidad de que el VEB sea la causa principal tras la esclerosis múltiple.
Un equipo internacional de científicos ha identificado que ciertos linfocitos B
(células responsables de la producción de anticuerpos) presentes en los individuos
con EM se unen tanto a una molécula del virus VEB (la proteína EBNA1) como a
una molécula del sistema nervioso central (la proteína GlialCAM), por una alta
similitud molecular entre ellas. Si nuestro conocimiento sobre la EM fuera un
puzle, probablemente las piezas claves para resolverlo se acaban de colocar en
estas últimas semanas.
La
esclerosis múltiple no es, en absoluto, la única dolencia autoinmunitaria que
podría estar provocada por un sistema inmunitario desquiciado que no distingue
amigos de enemigos. Hace ya más de 40 años se planteó por primera vez la
hipótesis del mimetismo molecular como explicación para diversas
enfermedades autoinmunitarias.
Según
esta explicación, ciertas moléculas de agentes extraños (como algunos virus y
bacterias que infectan al ser humano) son tan parecidas en su secuencia,
superficie o estructura a algunas moléculas propias del cuerpo humano que
provocan el ‘fuego a discreción’ de los linfocitos T y B: atacan a todas ellas,
sin distinguir de qué bando están. Así, ciertos tejidos humanos sufren daños
como víctimas colaterales de este fenómeno. Sin embargo, este infeliz desenlace
solo ocurre en algunas personas que están predispuestas para ello. Se conocen
algunos factores de riesgo, pero muchos siguen siendo desconocidos.
Entre
las enfermedades autoinmunitarias en las que se han encontrado pruebas más o
menos sólidas de mimetismo molecular detrás se encuentran: la miastenia gravis
(implicación del virus herpes simple), la diabetes tipo 1 (virus de la rubeola,
virus Coxsackie, citomegalovirus...), la enfermedad de Graves (bacteria Yersinia
enterocolitica), la fiebre reumática aguda (bacteria Streptococcus
pyogenes) o el síndrome de Guillain-Barré (bacteria Campylobacter
jejuni).
Por
ahora, nuestro conocimiento en este terreno es muy limitado, pero los recientes
y valiosos hallazgos en torno a la esclerosis múltiple podrían estimular la
investigación del mimetismo molecular en otras dolencias.
¿Por
qué microorganismos tan diferentes de nosotros como virus y bacterias llegan a
tener moléculas tan similares a algunas del cuerpo humano, por lo menos a ‘a
ojos’ del sistema inmunitario? Hay muchas posibles explicaciones al respecto.
Una de ellas propone que, quizás, se trata de un fenómeno de camuflaje que
facilita la infección por parte de diversos microorganismos que pasan así más
desapercibidos.
Como
si fueran camaleones o sepias, ciertos microorganismos tratan de mimetizarse
con el entorno, solo que en lugar de hacerlo con hojas, ramas o el fondo
marino, se ocultarían en el mundo microscópico de los tejidos del cuerpo
humano. Un fenómeno de supervivencia que llevaría a daños colaterales fortuitos
en determinadas personas vulnerables que se mostrarían como enfermedades
autoinmunitarias. ES
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