Texto del
Evangelio (Lc 15,1-10): En aquel
tiempo, todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y
los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y
come con ellos».
Entonces les
dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de
ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se
perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre
sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos
conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’. Os digo que, de
igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.
»O, ¿qué mujer
que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa
y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a
las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma
que había perdido’. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los
ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
«Habrá más alegría en el cielo por
un solo pecador que se convierta»
Comentario:
Rev. D. Francesc NICOLAU i Pous (Barcelona, España)
Hoy, el evangelista de la misericordia de Dios
nos expone dos parábolas de Jesús que iluminan la conducta divina hacia los
pecadores que regresan al buen camino. Con la imagen tan humana de la alegría,
nos revela la bondad de Dios que se complace en el retorno de quien se había
alejado del pecado. Es como un volver a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en Lc 15,11-32). El Señor no vino a
condenar el mundo, sino a salvarlo (cf.
Jn 3,17), y lo hizo acogiendo a los pecadores que con plena confianza «se
acercaban a Jesús para oírle» (Lc 15,1),
ya que Él les curaba el alma como un médico cura el cuerpo de los enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían
por buenos y no sentían necesidad del médico, y es por ellos —dice el
evangelista— que Jesús propuso las parábolas que hoy leemos.
Si nosotros nos sentimos espiritualmente
enfermos, Jesús nos atenderá y se alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio,
como los orgullosos fariseos pensásemos que no nos es necesario pedir perdón,
el Médico divino no podría obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de
hacer cada vez que recitamos el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona
nuestras ofensas...». ¡Y cuánto hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto
agradecimiento también hemos de sentir por el sacramento de la reconciliación
que ha puesto a nuestro alcance tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo
haga menospreciar. San Agustín nos dice que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio
ejemplo de humildad para curarnos del “tumor” de la soberbia, «ya que gran
miseria es el hombre soberbio, pero más grande misericordia es Dios humilde».
Digamos todavía que la lección que Jesús da a los
fariseos es ejemplar también para nosotros; no podemos alejar de nosotros a los
pecadores. El Señor quiere que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y hemos de sentir gran
gozo cuando podamos llevar una oveja errante al redil o recobrar una moneda
perdida.
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