Texto del
Evangelio (Lc 19,41-44): En aquel
tiempo, Jesús, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, lloró por ella,
diciendo: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora
ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos
te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te
estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no
dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu
visita».
«¡Si (...) tú conocieras en este
día el mensaje de paz!»
Comentario:
Rev. D. Blas RUIZ i López (Ascó, Tarragona, España)
Hoy, la imagen que nos presenta el Evangelio es
la de un Jesús que «lloró» (Lc 19,41)
por la suerte de la ciudad escogida, que no ha reconocido la presencia de su
Salvador. Conociendo las noticias que se han dado en los últimos tiempos, nos
resultaría fácil aplicar esta lamentación a la ciudad que es —a la vez— santa y
fuente de divisiones.
Pero mirando más allá, podemos identificar esta
Jerusalén con el pueblo escogido, que es la Iglesia, y —por extensión— con el
mundo en el que ésta ha de llevar a término su misión. Si así lo hacemos, nos
encontraremos con una comunidad que, aunque ha alcanzado cimas altísimas en el
campo de la tecnología y de la ciencia, gime y llora, porque vive rodeada por
el egoísmo de sus miembros, porque ha levantado a su alrededor los muros de la
violencia y del desorden moral, porque lanza por los suelos a sus hijos,
arrastrándolos con las cadenas de un individualismo deshumanizante. En
definitiva, lo que nos encontraremos es un pueblo que no ha sabido reconocer el
Dios que la visitaba (cf. Lc 19,44).
Sin embargo, nosotros los cristianos, no podemos
quedarnos en la pura lamentación, no hemos de ser profetas de desventuras, sino
hombres de esperanza. Conocemos el final de la historia, sabemos que Cristo ha
hecho caer los muros y ha roto las cadenas: las lágrimas que derrama en este
Evangelio prefiguran la sangre con la cual nos ha salvado.
De hecho, Jesús está presente en su Iglesia,
especialmente a través de aquellos más necesitados. Hemos de advertir esta
presencia para entender la ternura que Cristo tiene por nosotros: es tan
excelso su amor, nos dice san Ambrosio, que Él se ha hecho pequeño y humilde
para que lleguemos a ser grandes; Él se ha dejado atar entre pañales como un
niño para que nosotros seamos liberados de los lazos del pecado; Él se ha
dejado clavar en la cruz para que nosotros seamos contados entre las estrellas
del cielo... Por eso, hemos de dar gracias a Dios, y descubrir presente en
medio de nosotros a aquel que nos visita y nos redime.
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