“He aquí
que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb
10, 9). Nada más repugna al hombre de nuestro tiempo que cumplir una
voluntad que no sea la propia. En el fondo subyace esa actitud tan actual de
rechazo a todo aquello que frene “la libertad”. En definitiva: que obedecer no
está de moda.
Y sin
embargo todos los días nuestra vida pasa girando en torno a la obediencia. Es
más, desde que nacemos hasta que nos despedimos de este mundo vivimos en
actitud constante de obediencia: obediencia a leyes del mundo que ordenan
nuestra relación para con la naturaleza; obediencia a unas leyes del Estado que
regulan las relaciones entre los hombres; obediencia a una ley interior que regula
nuestra relación con Dios.
Ciertamente,
para que se dé la obediencia como virtud hace falta mucho más que la simple
vivencia inconsciente. Obedecer la ley de la gravedad no tiene mérito. Se vive
y ya. Por mucho que alguno deseara omitirla, por más que mueva los brazos, no
volará. Sí hay valor en el vivir la obediencia en relación a los demás hombres
y en relación con Dios. Es aquí donde nos encontramos con maneras de obedecer
que le darán el toque de virtud.
Se puede
obedecer por miedo a un castigo, por el prurito de un premio o por amor.
Durante el régimen de Hitler muchos se enrolaban en el ejército por temor a ser
asesinados en caso de rehusarse: obedecían por temor. En la Edad Media muchos
príncipes y caballeros se alistaban en los ejércitos convocados por los Reyes y
Emperadores pensando en el botín que alcanzarían en caso de ganar la batalla:
obedecían por el prurito de un premio. En la guerra cristera mexicana los
“soldados” se incorporaban a los regimientos por amor a su fe (que era amor a
Dios).
¡He aquí
la diferencia! ¡He aquí el detalle donde radica la virtud al obedecer! Y es que
la obediencia supone confianza en el que obedece y responsabilidad en el que
manda; observancia y docilidad en el que acata y justicia y humildad en el que
ordena. Obediencia y autoridad son virtudes en relación permanente. En buena
medida, si en el plano de las relaciones entre los hombres se ha dado una
crisis en la obediencia es porque antes hubo una crisis en la autoridad. Todos
obedecen con ecuanimidad donde hay personas dignas. Mas como todos ejercitamos
el mando-autoridad en algún momento de nuestra existencia, en magnitudes y
sobre números de personas distintos, no estamos como para echarle la culpa de
esta crisis a los otros y sí para comprometernos en un buen desempeño de ella y
en una mejora de su imagen.
En el
plano de nuestras relaciones con Dios no tenemos nada que argüir. Ante Él no
queda más que repetir aquello que decía Virgilio en la Eneida (5, 467): “Cede Deo” (cede ante Dios).
¿Y cómo saber ante qué debo ceder? ¿Qué modelos de obediencia puedo tomar de
ejemplo? ¿Qué actitudes tomar cuando obedecer me cueste?
Sabemos
qué debemos obedecer. Ya lo decía Jesús: “Ya sabes los mandamientos: no
cometerás adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a
tu padre y a tu madre” (Lc 18, 20); y
además nuestro interior nos lo dicta: hacer el bien y evitar el mal. Obedecer
sólo tiene sentido y plenitud cuando de las intenciones se baja a los hechos.
¿Modelos? Abraham, Moisés, María… ¿Actitudes? Las del amor y la confianza. Dios
jamás pedirá algo que esté fuera de nuestro alcance, algo que no podamos darle.
Podrá parecernos humanamente imposible pero no será así en el fondo. Uno que
ama sólo pedirá al amado más amor.
Obediencia
también dice relación con la fe. ¿Cómo entender sino los modelos antes
mencionados? A Abraham Dios le prometió una descendencia más grande que las
arenas del mar y las estrellas del cielo. Y cuando tuvo a su hijo Isaac ¡Dios
le pide sacrificárselo! ¿Cómo no imaginar la lucha interior, el humano
pensamiento donde la razón no da para comprender aquellas palabras divinas,
“multiplicaré tu descendencia”, y la petición de sacrificio del vástago
prometido? Vamos, que si Abraham fuese un chavalito tendría tiempo de sobra
para tener más hijos que ofrecerle a Dios y multiplicarse según aquellas
promesa; pero era hombre anciano como su esposa Sara. Y qué decir de María:
dijo que se hiciera en ella la voluntad de Dios, ¡obedeció libremente! Su sí no
era uno cualquiera; no lo estaba dando a una orden de hamburguesas en el
restaurante como quien no se entera de lo que está aceptando. Con su respuesta
se jugaban muchas otras cosas…; tenía 15 años, era hija única, estaba
comprometida… y de repente, ¡embarazada! “¿De quién es María?”, debieron
preguntarle sus padres y el mismo José. Y qué iba a responder ella sino la
verdad. Verdad verdadera –valga la redundancia- pero costosísima de creer. Y
todo por obedecer porque amaba y confiaba en Dios.
Sabemos
en qué terminaron aquellas historias: en la paz, en la serenidad de quien sabe
ha obedecido. En Cristo hallamos el modelo más perfecto de obediencia -¡y qué
obediencia!-. Y mirad qué beneficios nos dio su obedecer la voluntad de Dios al
morir de la forma como lo hizo: la paz de sabernos redimidos. Como decía el
lema del Papa Juan XXIII: “obediencia y paz”. La consecuencia de la obediencia
es la paz. Tan sencillo y tan profundo como eso. Y no se puede olvidar. JEM
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