Texto del
Evangelio (Mt 8,5-11): En aquel
tiempo, habiendo entrado Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le
rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles
sufrimientos». Dícele Jesús: «Yo iré a curarle». Replicó el centurión: «Señor,
no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi
criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a
mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi
siervo: ‘Haz esto’, y lo hace».
Al oír esto
Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no
he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de
oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el
reino de los Cielos».
«Os aseguro que en Israel no he
encontrado en nadie una fe tan grande»
Comentario:
Rev. D. Joaquim MESEGUER García (Rubí, Barcelona, España)
Hoy, Cafarnaúm es nuestra ciudad y nuestro
pueblo, donde hay personas enfermas, conocidas unas, anónimas otras, frecuentemente
olvidadas a causa del ritmo frenético que caracteriza a la vida actual:
cargados de trabajo, vamos corriendo sin parar y sin pensar en aquellos que,
por razón de su enfermedad o de otra circunstancia, quedan al margen y no
pueden seguir este ritmo. Sin embargo, Jesús nos dirá un día: «Cuanto hicisteis
a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El gran pensador Blaise
Pascal recoge esta idea cuando afirma que «Jesucristo, en sus fieles, se
encuentra en la agonía de Getsemaní hasta el final de los tiempos».
El centurión de Cafarnaúm no se olvida de su
criado postrado en el lecho, porque lo ama. A pesar de ser más poderoso y de
tener más autoridad que su siervo, el centurión agradece todos sus años de
servicio y le tiene un gran aprecio. Por esto, movido por el amor, se dirige a
Jesús, y en la presencia del Salvador hace una extraordinaria confesión de fe,
recogida por la liturgia Eucarística: «Señor, yo no soy digno de que entres en
mi casa: di una sola palabra y mi criado quedará curado» (cf. Mt 8,8). Esta confesión se fundamenta en la esperanza; brota
de la confianza puesta en Jesucristo, y a la vez también de su sentimiento de
indignidad personal, que le ayuda a reconocer su propia pobreza.
Sólo nos podemos acercar a Jesucristo con una
actitud humilde, como la del centurión. Así podremos vivir la esperanza del
Adviento: esperanza de salvación y de vida, de reconciliación y de paz.
Solamente puede esperar aquel que reconoce su pobreza y es capaz de darse
cuenta de que el sentido de su vida no está en él mismo, sino en Dios,
poniéndose en las manos del Señor.
Acerquémonos con confianza a Cristo y, a la vez,
hagamos nuestra la oración del centurión.
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