El manantial tiene una belleza
única, la que corresponde a un inicio limpio, fresco y prometedor.
El manantial, desde ese inicio,
sostiene una corriente de agua. Con más o menos fuerza, avanza entre rocas y
bosques, desciende hacia los valles, en busca del mar.
Los
manantiales hablan de sencillez, de transparencia, de pureza, de vida. Animan
la existencia de quienes dependen de su fuerza y de sus riquezas.
En el mundo del espíritu hay
manantiales que generan esperanza, que renuevan amores, que mantienen viva esa
fe que salva.
Son manantiales que alimentan
corazones, que lavan ideas engañosas, que elevan las mentes al recuerdo de los
orígenes y las impulsan hacia la meta eterna.
En Dios
encontramos la fuente verdadera. Su
Amor se difunde como una corriente que regenera, que perdona, que fortalece,
que impulsa.
“Si alguno tiene sed, venga a mí,
y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de
agua viva” (Jn 7,37 38; cf. Jn 4).
“A orillas del torrente, a uno y otro
margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y
cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los meses frutos nuevos, porque
este agua viene del santuario. Sus frutos servirán de alimento, y sus hojas de
medicina” (Ez 47,12 13).
En un
mundo enturbiado y oscurecido por tantas ideas engañosas, por tantas pasiones
egoístas, por tantas avaricias y tantas envidias, necesitamos abrirnos a los
manantiales del espíritu, a las aguas que ofrecen vida verdadera.
Tras los largos días del
invierno, un manantial ha empezado a brotar en las alturas. Agua nueva sale de
la tierra porque antes vino del cielo. El agua simboliza la vida que mana del
costado de Cristo en el Calvario para limpiar pecados y para hacernos hijos en
el Hijo... FP
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