“Uno de ellos,
al ver que estaba curado, regresó alabando a Dios en voz alta, se postró a los
pies de Jesús y le dio las gracias”.
Dice el refrán
que “es de bien nacidos el ser agradecidos”. Sin embargo, el episodio de los
diez leprosos que encontramos en el Evangelio, nos muestra y nos revela que la
gratitud es, más bien, una virtud rara, una virtud exótica, algo parecido a
esas flores curiosas que brotan en medio de la nieve o en los lugares más
insospechados de la tierra.
Nos cuesta ser
agradecidos. Pero ¿por qué? ¿Cuál puede ser la razón de esa dificultad? Tal vez
porque en el fondo “dar las gracias” implica regresar un camino; algo
que no siempre estamos dispuestos a hacer: “Mientras iban de camino, quedaron
limpios de la lepra. Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó...”
Esos hombres,
los diez, estaban desahuciados, eran unos muertos en vida, comidos por la
enfermedad y por la soledad, señalados por la sociedad, proscritos, relegados,
rotos por dentro y por fuera. Esos hombres pasaron en un instante a recuperar,
de golpe, toda su dignidad, toda su salud, todo su cuerpo. Debió ser algo
impresionante, inesperado, impactante. El único detalle en contra es que Jesús
lo hizo gratis. A Jesús no le debían mil millones de dólares, ni una comisión,
ni siquiera un regalo de agradecimiento. Lo único que le ataba a la persona que
les había curado era su capacidad de agradecer; pero eso implicaba regresar por
el mismo camino, tal vez perder un poco de tiempo, y reconocer el favor. Algo
que sólo uno estuvo dispuesto a hacer.
“Regresar el
camino” y dar las gracias no siempre y no todos estamos dispuestos a hacerlo.
Somos mucho más agradecidos con el doctor, con el psicólogo o con el
nutriólogo, que nos recibe en su consulta, reloj en mano, y nos receta un
medicamento, una dieta o una terapia, que con el confesor que desde el
confesionario nos absuelve, sin dinero de por medio, y nos limpia de la lepra
del pecado. Somos más agradecidos con el funcionario o con el político que nos
hace algún favor, a cambio de una significativa comisión, que con nuestros
papás, que con esfuerzo y con sacrificio han gastado y han dado su vida para
sacar adelante la nuestra.
¿Y con Dios?
con Dios, más que agradecidos somos exigentes y muchas veces injustos. Le
exigimos curaciones, le exigimos milagros, le exigimos que tengamos suerte, le
exigimos que encontremos un buen trabajo, le exigimos que nos vaya siempre bien
en la vida, le exigimos que no nos pase nada ni a nosotros ni a los nuestros,
le exigimos que no nos falte el dinero, que nuestros hijos tengan éxito en la
vida.... Exigimos, exigimos, exigimos y si no nos cumple renegamos, nos
alejamos o dudamos de Él haciéndolo culpable de todo lo que nos pasa.
Parece mentira,
y es triste, que no nos hayamos dado cuenta de que Dios ya hizo el gran
milagro, de que él ya cumplió con su parte. Él nos ha dado lo más importante:
la existencia y su amor; su vida y su muerte; su cuerpo y su sangre; la
resurrección y la vida eterna. A nosotros es a quienes nos corresponde, ahora,
recorrer el camino. El problema es si estamos dispuestos a regresar, de
vez en cuando, ese camino, para corresponder con nuestra capacidad de agradecer.
Diez leprosos
fueron curados de su enfermedad. Los diez se beneficiaron del milagro, pero
sólo uno regresó el camino para dar las gracias. Ese leproso, además del
milagro de su curación corporal, escuchó palabras no menos misteriosas e
impresionantes, que sin duda marcaron el resto de su existencia: “Levántate y
vete, tu fe te ha salvado”.
Cada domingo
tenemos la oportunidad de “regresar el camino” para dar gracias a Dios. La
palabra “Eucaristía”, significa “acción de gracias”. Sólo por ese motivo ya
sería algo grande ir a Misa. Sorprende y entristece ver la facilidad con que
dejamos de hacerlo, a veces por flojera, otras veces porque la prisa de la
vida, que también se hace presente los fines de semana, nos hace ver ese “dar
gracias” como una pérdida de tiempo. Con toda razón, el Papa Juan Pablo II
advertía al inicio del tercer milenio a todos los creyentes que “la Eucaristía
dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios en
torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más
natural contra la dispersión”. No hacerlo, no es sólo signo de ingratitud, sino
también signo de despiste existencial. Ser agradecidos no cuesta dinero, es
gratis; tal vez eso es lo malo, porque todo lo gratuito corre el riesgo de no
ser valorado. Es cierto que no cuesta dinero en esta vida, pero tendrá su peso
cuando en la otra oigamos: “¿No fueron diez los que quedaron limpios? ¿Dónde
están los otros nueve?”. IB
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