Texto del Evangelio (Lc 20,27-40): En aquel tiempo, acercándose a Jesús algunos de
los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba
casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a
su hermano. Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin
hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete
murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ésta, pues,
¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron
por mujer».
Jesús les
dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a
ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos,
ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como
ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y que los
muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama
al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios
de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven».
Algunos de los
escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien». Pues ya no se atrevían a
preguntarle nada.
«No es un Dios de
muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven»
Comentario: Rev. D. Ramon CORTS i Blay
(Barcelona, España)
Hoy, la Palabra de Dios nos
habla del tema capital de la resurrección de los muertos. Curiosamente, como
los saduceos, también nosotros no nos cansamos de formular preguntas inútiles y
fuera de lugar. Queremos solucionar las cosas del más allá con los criterios de
aquí abajo, cuando en el mundo que está por venir todo será diferente: «Los que
alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de
entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido» (Lc 20,35). Partiendo de criterios equivocados llegamos a
conclusiones erróneas.
Si nos amáramos más y mejor, no
se nos antojaría extraño que en el cielo no haya el exclusivismo del amor que
vivimos en la tierra, totalmente comprensible a causa de nuestra limitación,
que nos dificulta el poder salir de nuestros círculos más próximos. Pero en el
cielo nos amaremos todos y con un corazón puro, sin envidias ni recelos, y no
solamente al esposo o a la esposa, a los hijos o a los de nuestra sangre, sino
a todo el mundo, sin excepciones ni discriminaciones de lengua, nación, raza o
cultura, ya que el «amor verdadero alcanza una gran fuerza» (San Paulino de Nola).
Nos hace un gran bien escuchar
estas palabras de la Escritura que salen de los labios de Jesús. Nos hace bien,
porque nos podría ocurrir que, agitados por tantas cosas que no nos dejan ni
tiempo para pensar e influidos por una cultura ambiental que parece negar la
vida eterna, llegáramos a estar tocados por la duda respecto a la resurrección
de los muertos. Sí, nos hace un gran bien que el Señor mismo sea el que nos
diga que hay un futuro más allá de la destrucción de nuestro cuerpo y de este
mundo que pasa: «Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en
lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el
Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos
viven» (Lc 20,37-38).
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