El Antiguo Testamento insiste bastante en la miseria del hombre, en sus limitaciones, en su bajeza. Es, por decirlo así, una constatación trágica de lo que no está a nuestro alcance remediar y con lo que tendremos que cargar toda la vida. De lo contrario nos arriesgamos a que el Dios justiciero, que “eleva a los humildes y aplasta a los orgullosos” nos rechace y eso, como se dice en buen latín, non placet (no agrada).
La humildad, en las vísperas del Cristianismo, era o pura sumisión temerosa a un Dios sancionador o condición para granjearnos la diosa sabiduría, a veces engreída y altanera. Más que una virtud se trataba de un juego de conveniencias, donde el que salía ganando era por supuesto “el humilde”.
El problema (o la solución, si se prefiere) llegó con Jesús de Nazaret. El concepto de humildad sufrió una profunda transformación. Ya no se trataba de una mera condición servil para alcanzar un bien personal, ahora era una actitud de Dios mismo... y aquí el problema se vuelve enorme pues, Dios ¿a quién tiene que rendir culto? Como Dios a nadie y eso está claro. Pero el Nazareno era precisamente eso: un judío con un montón de mandatarios arriba de Él. “El que todo lo sabía -dice Martín Descalzo- aprendía de los que casi todo lo ignoraban. El Creador se sometía a la creatura. El grande era pequeño y los pequeños, grandes”.
San Pablo lo expresó muy bien: “Cristo siendo de condición divina no tuvo como botín precioso ser igual a Dios, sino que se abajó tomando la condición de siervo”. Desde entonces la humildad es otra cosa. Ya no se reduce para el cristiano a un puro servilismo impotente o a un rebajamiento vergonzoso. La humildad nos permite, creer en Dios, amarlo, depender en todo de Él. No es, como alguno podría pensar, una virtud para los débiles, al contrario, es manantial de seguridad porque reconocemos que es Él quien vela por nosotros.
Y, bien ¿dónde se vive la humildad? ¿Cuándo podemos ser humildes? De esta virtud se desprenden muchas otras, como para toda una encíclica. Fijemos la atención sólo en dos. En primer lugar, la gratitud. Dar gracias equivale a decir: te necesito, me eres indispensable. Ser agradecido es manifestar la necesidad que tenemos de los demás. No humilla. Sólo nos recuerda nuestra pequeña y limitada condición. La segunda es la obediencia. Obediencia del hijo al padre, del discípulo al maestro, del ciudadano a la autoridad; quien obedece a los hombres que son imperfectos, ¿cómo no lo hará con quien es la suma de perfecciones?
Si crees que te hace falta un modelo, estás en la verdad (es buena señal, comienzas a ser humilde) Abre el Evangelio, ¡desempólvalo!, y aprende de Aquel que dijo: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Seguramente Él tiene mejores cosas qué enseñarte. JMV
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