Existe un
rechazo bastante general hacia la clonación humana. Construir un hombre
“programado” mediante una técnica experimental parece algo monstruoso. Alguno
podría pensar que, por fin, hemos llegado a un acuerdo universal sobre algo que
debería ser prohibido en todas partes, por encima de las diferencias que nos
separan en otros temas de ética pública. Pero la situación no está tan clara.
Notamos que algunos (pocos, por ahora) defienden la clonación reproductiva: si
uno desea tener un hijo igual que él mismo, ¿por qué se lo vamos a impedir?
Incluso existe una empresa dedicada a promover, a precios elevados, la
clonación en la especie humana.
A estas
personas podemos recordar que la clonación humana supone riesgos muy graves. No
sabemos lo que le va a pasar al pobre embrión clonado, y no es justo aplicar
una técnica en la que ponemos en peligro la salud o la supervivencia de
alguien. Además, la historia de la vida nos enseña que el patrimonio genético
es algo personal, configurado a través de mecanismos naturales muy complejos
que vale la pena respetar. Pretender la producción técnica de un ser humano al
que imponemos un patrimonio genético concreto va contra el derecho de ese nuevo
ser a tener una identidad propia, también en lo que se refiere a sus
cromosomas.
Pero la
discusión se está haciendo más compleja a raíz de una fórmula inventada desde
no hace mucho tiempo por algunos científicos: la “clonación terapéutica”. ¿De
qué se trata? Consiste en clonar un embrión destinado a ser usado como “caja de
repuestos”, como fuente para obtener células madres, tejidos humanos u órganos
que luego podrían ser trasplantados a algún enfermo. O que podría “servir”
simplemente para otros experimentos que nos ayuden a conocer mejor el
desarrollo embrionario.
En palabras
sencillas, la “clonación terapéutica” consiste en “fabricar” un embrión para
condenarlo a una muerte segura y “útil” (si los experimentos funcionan) para
otros seres humanos... Desde luego, antes de ser destruido tiene que empezar a
existir, lo cual no es sino una forma escondida de clonación reproductiva. Sólo
que en la “clonación terapéutica” el “producto” está destinado a una muerte
programada para el progreso de la ciencia y la medicina, y no al posible
nacimiento.
El respeto
debido a todo ser humano nos dice que no podemos admitir ninguna forma de
clonación, ni la que llamamos como “reproductiva” ni la que es conocida como
“terapéutica”. Como tampoco deberíamos admitir una práctica que sigue
eliminando a miles de embriones y fetos en todo el mundo: el aborto.
El embrión,
aunque no lo diga la ley, es siempre alguien digno de respeto. No sólo es un
miembro de la especie humana. Es mucho más: es el hijo de unos padres que, lo
quieran o no, están llamados a cuidarlo y a protegerlo en la medida de sus
posibilidades. Una vez que lo han concebido, deben asumir sus responsabilidades
respecto de la vida de su hijo.
Esto vale
también en lo que se refiere a la eventual clonación de embriones (de hijos):
interpelan a la conciencia de sus padres genéticos y de los científicos que los
“produjeron”. En este sentido, no es válido distinguir entre clonación
reproductiva (producir embriones que podrían nacer) y clonación terapéutica
(producir embriones para su futura destrucción), pues nunca un ser humano puede
ser usado como medio para los intereses de otros.
Desde estas
verdades es posible asentar bases firmes y justas que permitan la convivencia
entre todos los ciudadanos de una nación. Una convivencia que necesita estar
fundada en el respeto y el amor que debe reinar entre todos los miembros de la
especie humana, desde que inician a existir como embriones hasta que llegan al
momento de su muerte natural. FP
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