Texto del
Evangelio (Jn 16,5-11): En aquel
tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha
enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿Adónde vas? Sino que por haberos
dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la
verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros
el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo
en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al
juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la
justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio,
porque el Príncipe de este mundo está juzgado».
«Os conviene que yo me vaya»
Comentario: + Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona, España)
Hoy contemplamos otra despedida de
Jesús, necesaria para el establecimiento de su Reino. Incluye, sin embargo, una
promesa: «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os
lo enviaré» (Jn 16,7).
Promesa hecha realidad de forma
impetuosa en el día de Pentecostés, diez días después de la Ascensión de Jesús
al cielo. Aquel día —además de sacar la tristeza del corazón de los Apóstoles y
de los que estaban reunidos con María, la Madre de Jesús (Hch 1,13-14)— los confirma y fortalece en la fe, de modo que,
«todos se llenaron del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas,
según el Espíritu Santo les impulsaba a expresarse» (Hch 2,4).
Hecho que se “hace presente” a lo
largo de los siglos a través de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica,
ya que, por la acción del mismo Espíritu prometido, se anuncia a todos y en
todas partes que Jesús de Nazaret —el Hijo de Dios, nacido de María Virgen, que
fue crucificado, muerto y sepultado— verdaderamente resucitó, está sentado a la
diestra de Dios Padre (cf. Credo) y vive entre nosotros. Su Espíritu está en
nosotros por el Bautismo, constituyéndonos hijos en el Hijo, reafirmando su
presencia en cada uno de nosotros el día de la Confirmación. Todo ello para
llevar a término nuestra vocación a la santidad y reforzar la misión de llamar
a otros a ser santos.
Así, gracias al querer del Padre,
la redención del Hijo y la acción constante del Espíritu Santo, todos podemos
responder con total fidelidad a la llamada, siendo santos; y, con una caridad
apostólica audaz, sin exclusivismos, llevar a cabo la misión, proponiendo y
ayudando a los otros a serlo.
Como los primeros —como los fieles
de siempre— con María rogamos y, confiando que de nuevo vendrá el Defensor y
que habrá un nuevo Pentecostés, digamos: «Ven, Espíritu Santo, llena el corazón
de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor» (Aleluya de
Pentecostés).
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