El 7 de julio
de 1935, un estudiante asiste a un día de retiro espiritual en la Residencia
universitaria de la calle de Ferraz, en Madrid, predicado por San Josemaría
Escrivá. El estudiante se llama Álvaro del Portillo y ha conocido al fundador
del Opus Dei a través de Manuel Pérez Sánchez, un compañero suyo de la Escuela
de Ingenieros de Caminos de Madrid. Un tiempo antes, Manolo, que estudia unos
cursos por delante, ha facilitado la colaboración de Álvaro en las actividades
asistenciales que llevan a cabo varios estudiantes universitarios en las
Conferencias de San Vicente de Paúl. En ese grupo hay estudiantes de diversas
carreras. Acuden, sobre todo, a la parroquia de San Ramón, en el Puente de
Vallecas. La zona está rodeada de chabolas construidas a base de chapa y
cartón, y prestan ayudas diversas, tanto de tipo educativo como asistencial. La
situación no es precisamente idílica, pues desarrollan su labor entre gente que
vive en condiciones difíciles y, muchas veces, también en un clima hostil hacia
la Iglesia.
Con frecuencia
van juntos Álvaro y Manolo, pues les resulta muy fácil ponerse de acuerdo en la
Escuela de Caminos. Manolo ha conocido a San Josemaría hace un tiempo, y varias
veces le ha hablado de su compañero Álvaro del Portillo, y de su idea de
presentárselo más adelante. Álvaro es uno de los alumnos más brillantes de la
Escuela y, al tiempo, una persona amable y sencilla. Finalmente, Manolo se decide
a decírselo un día en que los dos se dirigen hacia el Arroyo del Abroñigal,
para visitar a una familia desvalida. A Manolo le cuesta un poco iniciar la
conversación, pues es algo tímido. Siempre recordará esto después, al narrar
esta escena, por la trascendencia que luego tuvo ese pequeño vencimiento
personal. Pero Manolo piensa que debe invitarle a conocer a aquel sacerdote, y
al final, bajando por aquel campo de cereales, le habla de Josemaría Escrivá, y
le invita a visitarle unos días después. La primera entrevista con San
Josemaría le impresiona profundamente. En aquella brevísima conversación, de
apenas cinco minutos, siente que el fundador del Opus Dei le toma en serio y
trasluce gran afecto. Quedan en hablar más despacio, largo y tendido, cuatro o
cinco días después. Pero, cuando acude Álvaro, habían llamado a San Josemaría
para atender a un moribundo y no pudo avisarle, porque no tenía su teléfono.
Sin embargo, la imagen de aquel joven sacerdote queda grabada en el alma de
Álvaro y, cuando ya termina el curso académico 1934-1935, decide ir a verle de
nuevo, con la idea de saludarle antes de irse de vacaciones.
“Me recibió
-evocaría años después- y charlamos con calma de muchas cosas. Después me dijo:
mañana tenemos un día de retiro espiritual, ¿por qué no te quedas a hacerlo,
antes de ir de veraneo? No me atreví a negarme, aunque mucha gracia no me
hacía”.
Durante ese
día de retiro en la Residencia de la calle de Ferraz, ve con claridad una
llamada divina que no esperaba y decide comprometer su vida en el Opus Dei. A
partir de aquel 7 de julio de 1935, tiene clara conciencia de que su sí a Dios
le compromete para toda la vida. Ni en esos días, ni en los meses anteriores,
hubo nada que le hiciera presagiar que el Señor estaba a punto de llamarle. Había
crecido en un ambiente cristiano, comulgaba casi a diario y rezaba el Rosario
todos los días, pero no era hombre inclinado hacia asociaciones piadosas ni
organizaciones eclesiásticas. No mantenía un trato habitual con sacerdotes ni
había advertido ninguna señal de una posible llamada de Dios.
Sin embargo,
aquel joven estudiante pronto fue el colaborador más directo de San Josemaría
y, a partir de 1975, su sucesor al frente del Opus Dei. Falleció en 1994,
después de una vida de gran fecundidad, y ahora está en marcha su proceso de
beatificación.
—¿Y no es curioso que Dios haga ver la vocación
así, de un día para otro? Da la impresión de que algo tan precipitado no puede
ser una vocación madura y meditada.
Puede que no
sea lo más habitual, pero así funcionan las cosas también en el amor humano. No
es infrecuente que una persona se enamore de otra así, de un día para el
siguiente. Y eso no tiene por qué significar inmadurez.
—Pues supongo que eso sucederá a personas
especialmente entusiastas, que se sienten impulsadas con mucha fuerza a seguir
una vida de entrega a Dios.
No tiene por
qué ser así. Álvaro del Portillo comentó en alguna ocasión que Dios le dio, al
principio, un notable entusiasmo por la vocación recibida, pero que, al cabo de
los meses, fue apagándose, dejando paso a una ilusión más sobrenatural, que es
la clave de la perseverancia. La entrega a Dios no se basa en el entusiasmo,
como tampoco la entrega en el matrimonio. Ha de haber un fundamento más
profundo, en el que no debe minusvalorarse la importancia de la conciencia del
deber y la abnegación. La vocación no es un estado de ánimo, ni depende de la
salud, ni de la situación profesional o familiar en que uno se encuentre. Por
encima del oleaje de la vida, con sus altos y bajos, con sus dolores y sus
alegrías, la vocación divina brilla siempre como un lucero en la noche,
señalando el rumbo de nuestro caminar hacia Dios. El camino de la fe, o de la
vocación, nunca es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos
y de amor, de pruebas y de fidelidad que hay que renovar todos los días. Es
más, la conciencia de la propia debilidad, de la posibilidad de no ser fiel, es
la mejor preparación para evitar la suficiencia y la presunción que suelen
estar presentes en las grandes caídas. Todos tenemos que aprender que somos
débiles y que necesitamos ayuda y perdón. De ahí nace la confianza en Dios, que
nos hace capaces de seguirle hasta el final.
—¿Y crees que es corriente que una persona
descubra su vocación un buen día, sin haber pensado nunca en que pudiera ser su
caso?
No puedo decir
que sea lo habitual, pero sí bastante frecuente en la historia de la Iglesia y
la vida de los santos. Podríamos recordar cómo fue la vocación de bastantes de
los Apóstoles o, por ejemplo, la de San Lorenzo de Irlanda. Siendo un
adolescente, un enemigo de su padre, Dermot MacMurrough, rey de Leinster, le
mantenía como rehén. Su padre, el Sr. O'Toole, capturó a doce oficiales de su
enemigo y, para entregarlos, puso como condición que le devolvieran a su hijo.
MacMurrough aceptó, pero llevó al niño al monasterio de Glendalough, para que,
en cuanto le devolvieran a sus hombres, los monjes dejaran marchar a Lorenzo. Y
sucedió que al chico le impresionó tanto la vida del monasterio, que pidió a su
padre que le dejara quedarse allí. Su padre accedió a los deseos de su hijo y,
con el tiempo, Lorenzo llegó a ser un monje tan excelente y de comportamiento
tan ejemplar, que, al morir el superior del monasterio, en el año 1154, los
monjes lo eligieron a él por unanimidad como nuevo superior, aunque tenía solo
veinticinco años. Y cuando falleció el arzobispo de Dublín, en el año 1161,
volvió a suceder lo mismo. Fue un gran santo, una figura egregia en la historia
de la evangelización de su país y uno de los muchos santos que encontraron su
camino de una forma totalmente inesperada. AA
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