Fenómeno
frecuente y cotidiano este de las discusiones. A veces no nos ponemos de
acuerdo acerca de la cualidad deportiva de tal o cual futbolista, o sobre la situación
política de nuestro país, o sobre la conveniencia o no de una huelga en nuestra
fábrica. Discutimos y discutimos en el bar, antes de tomarnos una cerveza; en
casa, para ver si compramos un televisor de esta o de otra marca; en la
oficina, cuando tenemos que decidir si llevar adelante un trabajo en un sentido
o en el opuesto; en el garaje, en el cine, en el avión... ¡y hasta en las
vacaciones!
Hace poco me
tocó discutir sobre un argumento tan sencillo como este: una bellota, ¿es o no
es encina? Mi interlocutor, transformado en oponente ocasional, me decía: la
bellota no es encina, porque no es aún árbol. Yo contestaba: la bellota tiene
las características genéticas completas (DNA, cromosomas...) de un individuo de
la especie “encina”, y ningún botánico tendría la menor dificultad en afirmar
que una bellota es un miembro de esta especie, aunque todavía deba desarrollar
todas sus capacidades (raíz, tronco y hojas).
El argumento
es sencillo, pero no llegamos a ningún acuerdo en el primer encuentro. Gracias
a Dios nuestra discusión era sólo teórica, y después de ella pudimos salir cada
quien con nuestra propia idea sin que eso cambiase en casi nada nuestras vidas.
Desde luego,
si algún día las encinas estuviesen en peligro de extinción, y se tuviesen que emanar
leyes que las protegiesen, es obvio que entonces sí sería urgente haber
resuelto esta discusión sobre las bellotas, para que los políticos pudiesen
decidir con eficacia. De lo contrario, sólo podría aprobar una ley que
protegiese a las encinas, pero nos dejaría en plena libertad para que cada
quien haga lo que quiera con las bellotas (y así seguir dándolas como alimento
a nuestros animales, o pisoteándolas por diversión en un día de paseo). Si, en
cambio, resulta que la bellota de hoy es la encina de mañana... otras leyes
cantarían.
Curiosamente,
parece que a la hora de hablar del hombre y de sus derechos, hay quienes tienen
dudas acerca del carácter humano de los embriones (estén dentro del seno de sus
madres, o en una probeta de laboratorio), y así justifican el que se pueda
hacer con ellos todo tipo de experimentos, inclusive la acción homicida de
abortar. No nos damos cuenta, con una mentalidad primitiva e ingenua, que el
embrión de hoy es el adulto de mañana. Nuestra poca memoria nos hace olvidar que
nosotros también fuimos embriones y que contamos con el cariño protector de
nuestras madres.
Los avances de
la biología, que nos permiten descubrir que el ADN está completo desde el
primer instante de la fecundación, no han llegado a aplicaciones legales
concretas, que protejan a los millones de pequeños hombres que mueren cada año
en clínicas abortivas y en casas particulares. Ciertamente, no hay peligro de
extinción del género humano (¿o tal vez sí?). Pero el hombre, a diferencia de
las encinas, es un ser de una dignidad infinita, que debe ser respetado por
encima del número mayor o menor de personas que vivan en un rascacielos o en
una choza. Negar esta dignidad antes del nacimiento es deslizarse por el
tobogán que nos llevará a negarla también después. Y quien concluya esto, podrá
decir un día: en nuestra ciudad sobran varios miles de “individuos”, hay que
eliminarlos. Quiera Dios que no nos toque entrar en el número de los
sobrantes...
Yo, mientras
tanto, voy a intentar convencer a mi discutidor amigo de que las bellotas sí
son encinas... Quizá así, algún día, él evite pisar con desdén las que
encuentre junto al camino, para que cada una pueda hacer que surja un hermoso
árbol. Será, seguramente, una robusta encina, que llenará de alegría a los jilgueros
del mañana y a los niños que correrán tras un conejo y gozarán un rato de
descanso a la sombra de sus ramas, mientras caerán sencillas, sobre su cabeza,
nuevas bellotas, señal de la fidelidad de Dios que no deja sin cuidado a las
más sencillas de sus creaturas. FP
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