La vida pasa rápido. De pronto estás jugando en la calle con apenas una
decena de años y hoy ya eres un hombre entrando en los grandiosos cuarenta
años.
¿Qué pasó con tus ilusiones de juventud, con tus sueños y tus ideales?,
¿aún los recuerdas, los conservas? ¿Pasaste por la vida siguiendo lo que el
camino te iba trayendo?, ¿o te abrazaste a tus ideales y no perdiste la fe? Es
a esta reflexión a la que nos invita José Martín Descalzo con este hermoso
texto que hoy presentamos.
Lejos de querer mostrar una visión negativa de la vida, José Martín,
advierte sobre los peligros de vivir una vida arrastrada por el mundo. Ilustra
claramente las batallas, que sin saber, el hombre adulto va perdiendo en la
vida. Es como un llamado de atención a no vivir a tientas sino a tomar la vida
que se nos ha regalado en nuestras manos y responder a los anhelos del corazón,
que llevan inscritos como un código, ese plan maestro que el creador ha
confiado a cada uno de nosotros.
¿A qué derrota llegas muchacho?
“Me ha angustiado tu carta de hoy,
muchacho. ¡Te muestras tan seguro de ti mismo, te sientes tan gozoso de «haber
madurado»! Te juro que he temblado al percibir esa punta de desprecio con la
que hablas de tus años juveniles, de tus sueños, de aquellos ideales que
—dices— «eran, si, hermosos, pero irrealizables». Ahora, me explicas, te has
adaptado a la realidad y, con ello, has triunfado. Tienes un nombre, una buena
casa, un cierto capital, una familia… Exhibes todo eso como si fueran joyas en
el escote de una dama. Sólo, en medio de tanto orgullo, se te escapa un
diminuto relámpago de nostalgia al reconocer que: «aquellos absurdos sueños
eran, cuando menos, hermosos».
Tu carta ha evocado en mí un viejo texto del doctor Schweitzer que desde
hace veinte años me persigue. Me gustaría que te lo aprendieras de
memoria, porque puede ser tu última tabla de salvación:
Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez en el hombre
es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando al modelo impuesto
por los demás al ir renunciando poco a poco a las ideas y convicciones que le
fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria de la verdad, pero ya
no cree. Uno creía en el hombre, pero ya no cree en él. Uno creía en el bien y
ahora no cree. Uno luchaba por la justicia y ha cesado de luchar por ella. Uno
confiaba en el poder de la bondad y del espíritu pacífico, pero ya no confía.
Era capaz de entusiasmos, ya no lo es. Para poder navegar mejor entre los
peligros y las tormentas de la vida se ha visto obligado a aligerar su
embarcación. Y ha arrojado por la borda una cantidad de bienes que no le
parecían indispensables. Pero que eran justamente sus provisiones y sus
reservas de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor agilidad y menos peso, pero
se muere de hambre y de sed.
Leí estas palabras cuando yo era poco más que un muchacho. Y no me han
abandonado nunca. Porque he visto en ellas el retrato exactísimo de cientos de
vidas. ¿Es cierto, entonces, que crecer es tan terrible? ¿Vivir es simplemente
ir abandonando? ¿Eso que llamamos «madurez» es casi siempre puro
envejecimiento, simple resignación, ingreso en los cuarteles de la mediocridad?
Me gustaría, amigo, que antes de exhibir tanto orgullo te atrevieras a repasar
esa lista de seis batallas y te preguntaras a ti mismo ¿a qué derrota llegas?,
seguro de que de ahí deducirás lo que te queda de humano:
La primera batalla se
da en el campo del amor a la verdad.
Suele ser la primera que se pierde. Uno ha asegurado en sus años de estudiante
que vivirá con la verdad por delante. Pero pronto descubre uno que, en esta
tierra, es más útil y rentable la mentira que la verdad; que, con ésta, «no se
va a ninguna parte» y que, aunque diga el refrán que la mentira tiene las
piernas muy cortas, los mentirosos saben avanzar muy bien en coche. Abres los
ojos y ves cómo a tu lado progresan los babosos, los lamedores. Y un día tu
también, muchacho, sonríes, tiras de la levita, abres puertas, sirves de
alfombra, tiras por la borda la incómoda verdad. Ese día, muchacho, sufres la
primera derrota, das el primer paso que te aleja de tu propia alma.
La segunda batalla
tiene lugar en los terrenos de la confianza. Uno entra en la vida creyendo que los hombres son buenos. ¿Quién podría
engañarnos? Si de nadie somos enemigos, ¿cómo lo sería alguien nuestro? Y ahí
está, ya esperándonos el primer batacazo. Es una zancadilla estúpida o,
incluso, una traición que nos desencuaderna el alma precisamente porque no
logramos entenderla. Y nuestra alma, herida, bascula de punta a punta. El
hombre es malo, pensamos. Rodeamos de hilo espinado nuestro castillo interior,
ponemos puente levadizo para llegar a nuestra alma, a nuestro corazón ya no se
podrá entrar si no es con pasaporte. El alma forrada de cuchillos es la segunda
derrota.
La tercera es más grave
porque ocurre en el mundo de los ideales. Uno ya no está seguro de las personas, pero cree aún en las grandes
causas de su juventud: en el trabajo, en la fe, en la familia, en tales o
cuales ideales políticos. Se enrola bajo esas banderas. Aunque los hombres
fallen, éstas no fallarán. Pero pronto se ve que no triunfan las banderas
mejores, que la demagogia es más «útil» que la verdad y que, con no poca
frecuencia, bajo una gran bandera hay un cretino más grande. Se descubre que el
mundo no mide la calidad de las banderas, sino su éxito. ¿Y quién no prefiere
una mala causa triunfante a una buena derrotada? Ese día otro trozo del alma se
desgaja y se pudre.
La cuarta batalla es la
más romántica. Creemos en la justicia
y la santa indignación se nos sube a los labios. Gritamos. Gritar es fácil,
llena nuestra boca, da la impresión de que estamos luchando. Luego descubrimos
que el mundo nunca cambia con gritos y que, si alguien quiere estar con los
despellejados, ha de perder su piel. Y un día descubrimos que no se puede
conseguir la justicia completa y empezamos a pactar con pequeñas injusticias,
con grandes componendas. Ese día caemos derrotados en la cuarta pelea.
No pasará mucho tiempo sin que decidamos «imponer» nuestra paz violenta,
nuestras santísimas coacciones. Todavía creemos en la paz. Pensamos que el malo
es recuperable, que el amor y las razones serán suficientes. Pero pronto se nos
eriza el alma, comenzamos a desconfiar de la blandura, decidimos que puede
dialogarse con éstos sí, pero no con aquéllos. No pasará mucho tiempo sin que
decidamos «imponer» nuestra paz violenta, nuestras santísimas coacciones. Es la quinta derrota. ¿Queda
aún algo de nuestra juventud? Quedan aún algunas ráfagas de entusiasmo, leves
esperanzas que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero un día las
llamamos «ilusiones», un día nos explicamos a nosotros mismos que «no hay nada
que hacer», que «el mundo es así», que «el hombre es triste».
Perdida esta sexta
batalla del entusiasmo, al hombre ya sólo
le quedan dos caminos: engañarse a sí mismo creyendo que ha triunfado,
taponando con placer y dinero los huecos del alma en los que habitó la esperanza,
o conservar algo de corazón y descubrir que nuestro barco marcha a la deriva y
que estamos hambrientos y vacíos, sin peso de ilusiones, sin alma. Me gustaría
que, al menos, te quedara esta angustia, amigo que hoy me escribes. Y que
tuvieras aún el valor suficiente para preguntarte ¿a qué derrota has llegado,
muchacho?” JMD
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