Las leyes que
permiten el aborto promueven un mundo injusto. En otras palabras, una ley que
despenaliza o regula el aborto es intrínsecamente injusta, es una “no ley”.
Porque la ley existe para promover el orden público y tutelar los derechos de
los seres humanos.
Una ley que
admite la eliminación de seres humanos antes de su nacimiento va contra la
esencia del derecho e implica mantener una grave situación de “delitos
legalizados”, lo cual es una negación profunda del principio de igualdad.
Lo explicaba
Juan Pablo II en la encíclica “Evangelium vitae”, n. 72: “las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación
directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción
con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan,
por tanto, la igualdad de todos ante la ley”. Una ley que permite estos
delitos no es realmente “ley”, sino “corrupción de la ley”, recordaba también
el Papa citando un texto de santo Tomás de Aquino.
Por eso es
urgente suprimir cuanto antes las leyes que despenalizan o legalizan el aborto.
En algunos
países, parece imposible modificar tales leyes. En parte porque los principales
grupos políticos representados en el parlamento son partidarios del aborto
legal o muestran ante el tema una indiferencia alarmante. En parte porque
asociaciones pseudofeministas, e incluso grupos que se autodeclaran promotores
de los derechos humanos, defienden con pasión las leyes del aborto, o incluso
una mayor liberalización de las mismas. En parte porque algunas “clínicas”
privadas y organizaciones nacionales e internacionales a favor del aborto
manejan una enorme cantidad de dinero y trabajan hábilmente en favor de sus
“intereses”, con un grave desprecio hacia la vida de los millones de hijos que
cada año son asesinados por culpa del aborto.
Ante este
panorama, algunas personas de buena voluntad defienden “mejorar” las leyes
sobre el aborto. Se trataría de una acción prudente que limitase el daño.
Proponen, por ejemplo, aumentar los controles públicos antes de que se realice
un aborto. O impedir por ley los abortos tardíos (después de la semana 22, por
ejemplo). O crear consultorios de asistencia a los que sea obligatorio acudir
antes de realizar un aborto, para encontrar caminos que permitan disuadir a la
mujer antes de cometer una decisión tan dramática. Se trata de
medidas que nacen de una intención buena: salvar la vida de unos hijos que, de
lo contrario, nunca nacerían. Pero son medidas insuficientes, pues no van a la
raíz del problema: la mentalidad y la fuerza impositiva de quienes consideran
que existen vidas humanas menos importantes que otras vidas humanas.
Necesitamos,
por lo tanto, acometer un trabajo mucho más profundo y más serio. Un estado
empieza a ser verdaderamente justo sólo cuando cualquier vida humana sea
tutelada en sus derechos fundamentales, especialmente en el derecho que nos
permite participar en la vida social: el derecho a la vida. Ello no quita, sin
embargo, el que en algunas situaciones concretas se puedan apoyar medidas y
leyes que limiten el daño del aborto, si no existe la posibilidad de suprimir
completamente leyes permisivas. Lo explicaba Juan Pablo II en “Evangelium
vitae” n. 73: “Un problema concreto de
conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase
determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a
restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más
permisiva ya en vigor o en fase de votación. [...] En el caso expuesto, cuando
no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un
parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a
todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar
los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la
cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta
una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien, se realiza un intento
legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos”.
La oposición
al aborto es, en el mundo actual, una urgencia profunda que involucra a todos
los defensores de la justicia. Allí donde sea posible, habrá que suprimir las
leyes abortistas. Donde la supresión resulte, por ahora, impracticable, habrá
que buscar nuevos caminos para reducir el enorme daño que resulta de la
difusión de una mentalidad permisiva ante un tema clave para la vida de
millones de seres humanos que piden silenciosamente el respeto de su derecho a
la vida.
La Madre
Teresa de Calcuta explicaba que el aborto mata la paz del mundo. Por eso
podemos añadir que el mejor camino para promover la paz y la justicia consiste
en acoger, respetar, amar al más pequeño e indefenso de los seres humanos, al
hijo que han empezado a vivir en el seno materno. También con leyes que
prohíban cualquier tipo de aborto. FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario