Texto del
Evangelio (Lc 14,25-33): En aquel
tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno se
viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos,
y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo
mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.
»Así, ¿quién
de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los
gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no
puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este
hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar”. ¿O qué rey, si va a
dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil
hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el
otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo
vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.»
«Quien no lleve su cruz detrás de
mí no puede ser discípulo mío»
Comentario:
Rev. D. Joan GUITERAS i Vilanova (Barcelona, España)
Hoy contemplamos a Jesús en camino hacia
Jerusalén. Allí entregará su vida para la salvación del mundo. «En aquel
tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc
14,25): los discípulos, al andar con Jesús que les precede, deben aprender
a ser hombres nuevos. Ésta es la finalidad de las instrucciones que el Señor
expone y propone a quienes le siguen en su ascensión a la “Ciudad de la paz”.
Discípulo significa “seguidor”. Seguir las
huellas del Maestro, ser como Él, pensar como Él, vivir como Él... El discípulo
convive con el Maestro y le acompaña. El Señor enseña con hechos y palabras.
Han visto claramente la actitud de Cristo entre el Absoluto y lo relativo. Han
oído de su boca muchas veces que Dios es el primer valor de la existencia. Han
admirado la relación entre Jesús y el Padre celestial. Han visto la dignidad y
la confianza con la que oraba al Padre. Han admirado su pobreza radical.
Hoy el Señor nos habla en términos claros. El
auténtico discípulo ha de amar con todo su corazón y toda su alma a nuestro
Señor Jesucristo, por encima de todo vínculo, incluso del más íntimo: «Si
alguno viene conmigo y no pospone (…) incluso a sí mismo, no puede ser
discípulo mío» (Lc 14,26-27). Él
ocupa el primer lugar en la vida del seguidor. Dice san Agustín: «Respondamos
al padre y a la madre: ‘Yo os amo en Cristo, no en lugar de Cristo’». El
seguimiento precede incluso al amor por la propia vida. Seguir a Jesús, al fin
y al cabo, comporta abrazar la cruz. Sin cruz no hay discípulo.
La llamada evangélica exhorta a la prudencia, es
decir, a la virtud que dirige la actuación adecuada. Quien quiere construir una
torre debe calcular si podrá afrontar el presupuesto. El rey que ha de combatir
decide si va a la guerra o pide la paz después de considerar el número de
soldados de que dispone. Quien quiere ser discípulo del Señor ha de renunciar a
todos sus bienes. ¡La renuncia será la mejor apuesta!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario