Una amiga me contaba hace años el impacto que produjeron en ella las
palabras que el día de su boda le dedicó un experimentado sacerdote, además de
amigo: “recuerda siempre que la mujer es el alma de la familia. Tu familia será
lo que tú quieras que sea”. A mí también me produjeron una fuerte impresión
cuando ella me las contó, y adquirieron más fuerza el día que me casé y
empezamos a formar una familia.
En primera instancia y con una mirada superficial al contenido de la
frase, la reacción de muchos podría ser de pura indignación ‘machista’,
llamarían al pobre cura. Sin embargo, en mi opinión se trata de una apreciación
acertadísima sobre la enorme trascendencia del papel de la mujer en el hogar,
lo cual -bien analizado- está lejos de cualquier clase de machismo. No se trata
de una carga pesada que este cura y tantos otros pensadores imponen a la mujer,
sino de una lectura finísima de la realidad con la que pretenden recordar a la
mujer lo que muchos se empeñan en hacernos olvidar: su papel decisivo en la
célula de la sociedad.
“Si tú te dejas llevar por los nervios -continuaba el cura- tu familia
será una familia llena de tensión y ansiedad. Si eres una esposa y una madre
triste, decaída, asimismo será tu hogar, triste y decaído. Pero si te esfuerzas
en tratar a tu familia con alegría y amor, ellos llenarán la casa y el día a
día, y conseguirás hacer de tu familia una familia feliz”. Esto no significa
que todo el peso familiar recaiga sobre la mujer, ni que ella sea la única que
debe esforzarse por construir un hogar cálido y feliz. No quiere decir,
tampoco, que el marido sea un elemento ajeno y que su manera de ser y hacer no
jueguen ningún papel en la vida familiar.
Lo que sí quiere decir es que, como madres, como esposas, si procuramos
ser alegres, encontrar los menos motivos posibles para estar de mal humor o
enfadarnos, tratar con cariño a nuestros hijos -incluso cuando se portan mal o
desearíamos mandarles a la porra-, y disfrutar con cada momento que pasamos en
nuestro hogar; si tratamos de manifestar nuestro amor a nuestro esposo, de
hacer la vista gorda cuando los calcetines se quedan justo a medio metro del
canasto de la ropa sucia (y recordárselo con una sonrisa al cabo de un
rato...), de no molestarnos cuando tenemos que repetir la misma historia tres
veces porque la radio suena de fondo; si nos esforzarnos por agradecer a
nuestro marido que se ponga motu proprio a recoger la cena después de aterrizar
en casa con cara de estar agotado, o por fijarnos más en que ha fregado el
suelo dónde había caído un vaso de cola cao, en vez de irritarnos porque
tenemos que ir detrás con el kit de limpieza para rematar la jugada; si hacemos
lo posible por sonreír incluso cuando nuestra pequeña que lleva tres días con
un gripazo decide plantarle una cucharada de su yogur a su hermano pequeño
porque le hemos enseñado que es bonito compartir, o cuando la mayor ha
considerado que su muñeca estaba muy despeinada y le ha vaciado el bote de
colonia en la cabeza, o cuando nos encontramos a ambas trepando por la
estantería para ‘ordenarla’; entonces, si hacemos todo eso, -a pesar de todas
nuestras imperfecciones, de los malos días que podamos tener y de las ocasiones
en que no podamos evitar gritar- nuestro hogar podrá ser lo más parecido a
aquel hogar de Nazaret donde Nuestra Madre, la Virgen María, nos mostró la
importancia de tan hermoso papel. SA
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