No
siempre somos conscientes, pero vivimos cautivos de una red invisible de
barreras y prejuicios tan profundamente interiorizados e institucionalizados
que forman parte de nuestro ser. Nos creemos libres, pero ellos nos dictan a
quién amar y a quién rechazar, con quién andar y a quién evitar.
Cada
uno habita en un «territorio» bien delimitado. Pertenece a una raza, es de un
color y un sexo, tiene una patria, practica una religión. Y es tal nuestra
necesidad de seguridad que es difícil no considerar al otro como inferior. Nos
parece lo más natural: mi raza es superior a otras, mi patria más noble, mi
religión más digna que otras creencias.
El
sentido de pertenencia es necesario para crecer como personas, pero puede
aprisionarnos dentro de unos muros de ignorancia mutua, rechazo, exclusión e
insolidaridad. Se nos puede olvidar que, para ser humanos, no basta ser leal al
propio grupo y hostil al diferente. Hace falta algo más.
Ningún
investigador lo pone en duda. Jesús puso en marcha un «movimiento de compasión»
que tenía como objetivo introducir en la sociedad un «amor no excluyente», una
corriente de comunicación y solidaridad que, eliminando barreras y prejuicios,
tuviera en cuenta el sufrimiento de los más excluidos.
La
compasión es lo primero para ser humanos. No necesita otra justificación. No
hace falta fundamentarla en religión alguna. Viene exigida por quienes tienen
la máxima autoridad sobre nosotros: «la autoridad de los que sufren».
Según
el relato de Lucas, un grupo de leprosos, excluidos social y religiosamente, se
detienen a distancia y «desde lejos» le piden a gritos lo que no encuentran en
la sociedad: «Ten compasión de nosotros». La reacción de Jesús es inmediata.
Hay que acogerlos: nada ha de ser obstáculo para atender a los que sufren.
Son
muchos los que sufren hoy en el mundo. Su grito nos llega «desde lejos», desde
otras razas y otros pueblos que no son los nuestros. Podemos encerrarnos en
nuestras fronteras, pero si no escuchamos su grito, nuestro corazón no es
cristiano. JAP
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