Muchas
personas apenas logran trabajar en equipo (y por tanto no se benefician de las
posibilidades de multiplicar el tiempo que esto lleva consigo), por algo muy
sencillo: no se deciden a depositar confianza en los demás.
Unos lo
hacen porque viven bajo una desconfianza general en las personas: no quieren
correr riesgos. Otros, por simple desorden: no hay manera de que se paren a
pensar en cómo mejorar su rendimiento personal. Otros, simplemente porque no
son capaces de descubrir la valía de quienes les rodean, o porque quizá no
advierten los grandes efectos que la confianza tiene en la motivación humana:
la confianza saca a la luz lo mejor que la gente tiene dentro.
Otros,
por último, no se deciden a depositar más confianza en los demás, y tienden a
realizar por sí mismos la mayor parte de su trabajo, simplemente por ahorrarse
el esfuerzo que inicialmente supone preparar a esas otras personas hasta que
puedan ser eficaces.
En todos los
casos, es probable que multiplicaran su eficacia si comprendieran que hay
muchísimas tareas en las que una dinámica de confianza y de cooperación puede
resolver todo mucho mejor, en mucho menos tiempo y de modo mucho más
gratificante para todos.
Es
sorprendente, por ejemplo, cómo algunas familias de pocos miembros y elevados gastos
en personal de servicio no logran alcanzar el nivel de atención que tienen
otras que son más numerosas y tienen poca o ninguna ayuda doméstica, pero están
mejor organizadas. Parece claro que si se sabe cómo distribuir las tareas entre
los miembros de la familia, se puede estructurar el trabajo de modo que se
hagan más cosas, en menos tiempo y con más satisfacción para todos.
Es cierto que el principal problema de la mayoría de las familias no es
sólo de organización, sino de disciplina. Porque pueden hacerse planes
perfectos sobre el papel, el problema es luego que cada uno quiera cumplirlo.
Pero quizá en muchos casos no será tanto cuestión de disciplina —que algo
siempre hace falta— como de crear un clima adecuado. Aquí habría que hablar de
motivación, y de sinergias, que son temas que trataremos más extensamente en
otras ocasiones. De todas formas, mi impresión es que la gente está
habitualmente más dispuesta a cooperar de lo que solemos pensar, si se plantean
bien las cosas. La gente tiene dentro muchas cosas buenas, lo que nos falta
muchas veces es ingenio para saber sacarles brillo.
Por ejemplo,
al principio tú puedes ordenar la habitación mejor y más rápido que tu hijo de
siete años. Pero es mucho mejor despertar el interés del niño para que sea él
quien lo haga. Eso lleva un mayor tiempo y esfuerzo iniciales, porque hay que
enseñarle a hacerlo, y hay que motivarle, pero luego se recupera con creces, en
todos los sentidos.
Lo ideal al
delegar o sugerir una tarea es lograr que el encargado de hacerla sea su propio
jefe. Con personas menos maduras, hay que especificar más las directrices que
han de seguir, estar más pendiente de cómo lo hacen y, en su caso, aplicar de
forma más inmediata las posibles consecuencias acordadas según el mejor o peor
resultado. Pero lo deseable es que todo eso vaya disminuyendo, de forma que
baste con que cada uno sepa lo que debe hacer, esté motivado y sepa aplicar
luego su ingenio y su creatividad personal al modo de llevarlo a efecto. AA
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