Las nuevas
técnicas de reproducción humana y los estudios científicos de algunos
laboratorios buscan continuamente la ayuda de “donantes”. Es fácil encontrar
anuncios o mensajes en los que se piden a jóvenes, especialmente
universitarios, que donen óvulos o espermatozoides. En muchos laboratorios los
que han pasado la barrera de los 40 años están excluidos de esta invitación a
ser donantes; seguramente alguno protestará por esta discriminación, pero pocos
le harán caso...
Nos damos
cuenta de que dar óvulos o espermatozoides es algo distinto que dar un cabello.
Una mujer sabe que cada óvulo encierra un misterio muy especial: una vez
fecundado, da lugar a una nueva vida humana. Esa nueva vida se relaciona con la
donadora, lo quiera o no, pues quien nace, desde el punto de vista biológico,
es su hijo o su hija, aunque seguramente nadie se lo diga.
Hemos de
recordar, además, que algunas veces los embriones que se originan
artificialmente gracias a los óvulos de donantes no nacerán: serán usados en
algún laboratorio que quiera hacer experimentos, lo cual no es sino una forma
más o menos oculta de homicidio (de un ser humano muy pequeño, pero merecedor
de respeto). No puede dejarnos tranquilo el ver que ese embrión, ese hijo, haya
sido destruido, sacrificado, sin que su madre biológica, la donadora, se
entere, sin que experimente la menor inquietud por lo que haya ocurrido a ese
pequeño ser que empezó a vivir gracias a un óvulo de ella misma...
Podemos decir
lo mismo sobre el donante de esperma. El hombre puede dar millones de
espermatozoides. Con ellos se pueden fecundar uno, cinco, diez o quizá más
óvulos. Cada uno de esos óvulos fecundados se convierte en un hijo anónimo. El
padre biológico sigue su vida, sin pensar en la suerte de esos seres diminutos
que, tal vez, nacerán al cabo de varios meses o años, o vivirán congelados en
una clínica de reproducción asistida, o simplemente serán usados, otra vez, para
experimentos más o menos “útiles” para el progreso de la medicina, si es que
podemos llamar “progreso” al trabajo del investigador que se dedica a destruir
embriones humanos...
Uno de los
principios éticos más revolucionarios de la historia de la humanidad nos dice
que ningún ser humano puede ser usado como cosa, como objeto. Ni tú ni yo
podemos ser manipulados por un científico para que haga con nosotros cosas que
ni sabemos ni queremos. Otra cosa distinta, desde luego, es que nos ofrezcamos
para que hagan sobre nosotros un experimento no peligroso, y que pueda ayudar
al progreso de la medicina. Gracias a nuestro pequeño sacrificio tal vez pronto
otros hombres o mujeres podrán ser curados de sus enfermedades y dolencias.
Pero no podemos dar un permiso parecido para que cojan a un hijo nuestro y lo
conviertan en un almacén de células o de órganos usados y tirados como se rompe
una muñeca en mil pedazos.
Cuando un
joven o una joven dan al laboratorio sus espermatozoides o sus óvulos hipotecan
en las manos de los científicos algo muy suyo para que puedan producir hijos e
hijas y hacer con ellos lo que tengan planeado otras personas. A veces los
donantes preguntan sobre el fin del experimento, e incluso piden garantías para
que no se “fabriquen” más hijos de los que ellos permiten, o para que no se
destruyan, etc. Otras veces los laboratorios exigen a los donadores que se
desentiendan del “material” entregado para que el experimentador tenga total
libertad de acción.
Recordemos de
nuevo el principio: ningún ser humano debería ser nunca usado como cosa. No
podemos dejar que se pisotee la dignidad de nadie. Nuestros jóvenes donadores
necesitan darse cuenta de la gravedad de lo que se les pide, aunque a veces se
les pague una buena cantidad de dinero. Dar un poco de lo más íntimo de uno
mismo, las propias células reproductoras, no es cosa sin importancia. Darlo sin
saber lo que va a ocurrir, tampoco. Darlo a un laboratorio que tal vez querrá
construir hijos simplemente para jugar con ellos como quien juega con ratones
de experimentación nos debería hacer recapacitar antes de ser tan “generosos”.
Más cuando hoy en día existen personas que defienden con pasión a los animales
mientras la sociedad hace muy poco a favor de nuestros hermanos más pequeños,
los embriones. ¿No será hora de impedir esta injusticia?
Una de las
señales de la juventud es, según dicen, la rebelión ante los males de la
humanidad. Por desgracia, no todos los jóvenes se rebelan, y no faltan algunos
que se rinden o se venden al mundo de los abusos y las cobardías. En este
milenio que inicia los jóvenes deberían tener el coraje de no dejarse vender,
de no dejar que se usen sus células reproductoras en las clínicas de
reproducción artificial.
A nadie se le
puede imponer ser padre sin su permiso. Ningún donante de esperma o de óvulos
puede permitir que “construyan” hijos suyos sin sentirse usado como un objeto,
sin sentirse burlado en su paternidad o su maternidad al serle negado el
permiso de conocer a sus nuevos y misteriosos hijos. Un país justo sabrá evitar
estos abusos y promover, de verdad, el máximo respeto a todos los seres
humanos: desde los que tienen una sola célula y empiezan la aventura de la vida
hasta los que viven encogidos bajo el peso de los años o de la enfermedad. FP
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