“Quiero
deciros algo del cónclave -explicaba Benedicto XVI a un grupo de peregrinos
alemanes, poco tiempo después de ser Papa-, sin violar el secreto. Nunca pensé
en ser elegido Papa ni hice nada para que así fuese. Cuando, lentamente, el
desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la
'guillotina' caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado
ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis
días. Con profunda convicción dije al Señor: ¡no me hagas esto! Tienes personas
más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y
una fuerza totalmente diferentes. Pero me impactó mucho una breve nota que me
escribió un hermano del Colegio Cardenalicio. Me recordaba que durante la Misa
por Juan Pablo II yo había centrado la homilía en la palabra del Evangelio que
el Señor dirigió a Pedro a orillas del lago de Genesaret: ¡Sígueme! Yo había
explicado cómo Karol Wojtyla había recibido siempre de nuevo esta llamada del
Señor y continuamente había debido renunciar a muchas cosas, limitándose a
decir: Sí, te sigo, aunque me lleves a donde no quisiera. Ese hermano cardenal
me escribía en su nota: “Si el Señor te dijera ahora 'sígueme', acuérdate de lo
que predicaste. No lo rechaces. Sé obediente, como describiste al gran Papa, que
ha vuelto a la casa del Padre”. Esto me llegó al corazón. Los caminos del Señor
no son cómodos, pero tampoco hemos sido creados para la comodidad, sino para
cosas grandes, para el bien. Así, al final, no me quedó otra opción que decir
que sí. Confío en el Señor, y confío en vosotros, queridos amigos. Como os dije
ayer, un cristiano jamás está solo”.
No era esto
algo nuevo en la vida de Joseph Ratzinger. Un día de 1977 recibió una visita
del nuncio Del Mestri. “Charló conmigo de lo divino y de lo humano y,
finalmente, me puso entre las manos una carta que debía leer en casa y pensar
sobre ella. La carta contenía mi nombramiento como arzobispo de Múnich y
Frisinga. Fue para mí una decisión inmensamente difícil. Se me había autorizado
a consultar a mi confesor. Hablé con el profesor Auer, que conocía con mucho
realismo mis límites tanto teológicos como humanos. Esperaba que él me
disuadiese. Pero, con gran sorpresa mía, me dijo sin pensarlo mucho: “Debe
aceptar”. Así, después de haber expuesto otra vez mis dudas al Nuncio, escribí,
ante su atenta mirada, en el papel de carta del hotel donde se alojaba, la
declaración donde expresaba mi consentimiento”.
Joseph
Ratzinger había elegido una vida de hombre de estudio, pero Dios le llevaba por
otros caminos, pues después de este cambio de planes vino otro, en 1981, cuando
fue llamado a Roma por Juan Pablo II para presidir la Congregación para la
Doctrina de la Fe. Podía haberse negado, o haberse rebelado contra las tareas
que llevaba sobre las espaldas y que le impedían la gran labor que sentía como
su vocación más profunda.
—Al menos él tuvo claro qué camino tomar, pues le
bastaba con seguir lo que Dios le iba marcando a través de esas peticiones del
Papa, primero, o del cónclave, después. Pero los demás quizá no tenemos fácil
elegir.
La vocación no
se elige, sino que, sobre todo, se encuentra. Y, después, se acoge o no se
acoge, se responde a ella con más o menos generosidad. Es una iniciativa de
Dios, no nuestra. Es algo divino, no humano. La vocación de cada hombre forma
parte del plan de la Providencia, que se manifiesta en un designio concreto
sobre cada vida. Joseph Ratzinger podría haberse quedado encastillado en la idea
de que todo eso que le proponían no era su camino, o que no se le había
ocurrido a él, o que no respondía a sus deseos de toda su vida. Aquello no le
resultaba atractivo, pues él prefería entregarse a su pasión por la tarea
docente, a su cátedra de teología. Pero Dios le ha premiado con una cátedra
mucho mejor, la cátedra de San Pedro, desde la que ahora desarrolla su pasión
por la docencia enseñando a toda la humanidad.
—¿Y dónde entregarse a Dios?
Donde te
quiera Dios. El dónde y el cómo son algo que corresponde a cada uno descubrir.
Así lo explicaba Juan Pablo II: “Quizá seréis llamados para servir como un
marido o una esposa, un padre, una persona soltera, un religioso o un
sacerdote. Pero, en cualquier caso, se trata de una llamada a una conversión
personal, una llamada a abrir vuestros corazones al mensaje de Cristo”.
—¿En qué consiste, más en concreto, eso de la
conversión personal?
“Convertirse
-escribió Benedicto XVI- es poner en tela de juicio el modo propio de vivir y
el modo común de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida;
no juzgar ya simplemente con las opiniones corrientes (...), dejar de vivir
como viven todos; dejar de actuar como actúan todos; dejar de sentirse
justificados en actos dudosos, ambiguos o malos por el hecho de que los demás
hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto,
tratar de hacer el bien, aunque sea incómodo; no estar pendientes de juicio de
los demás, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo
de vida, una vida nueva”.
—¿Y es fácil equivocarse en esa búsqueda?
Al menos es
posible. Por eso hay que discernir cuál es nuestro camino y tomar una decisión
en la presencia de Dios. Todos tenemos que buscar, con la máxima rectitud
posible, y para ello quizá tendremos que tantear un poco.
—¿Qué quieres decir con lo de tantear? ¿Crees que
es mejor equivocarse que no hacer nada?
Si el miedo a
equivocarse es excesivo, paraliza y resulta contraproducente. Es bastante normal
que las decisiones importantes de la vida necesiten de un cierto tanteo. Para
eso está el noviazgo, por ejemplo. Lo que no podemos es quedarnos sentados
esperando a que llegue una certeza absoluta y total.
También los
santos más renombrados de la historia de la Iglesia tuvieron que buscar, y
algunos se equivocaron al principio. Por ejemplo, Santo Tomás Moro probó en la
Cartuja, donde estuvo viviendo cuatro años, hasta que comprendió que no era ese
su camino. Pensó después en ser franciscano en el convento de Greenwich, pero
tampoco parecía ser el lugar que Dios quería para él. Al final, comprendió que
Dios le pedía que buscara la santidad en medio del mundo. No encerrándose en
una celda en la cartuja, ni siguiendo el camino franciscano, sino en el matrimonio
y en su trabajo como abogado, parlamentario y juez. Llegó a ser Lord Canciller
de Inglaterra, y dio un ejemplo de rectitud heroica que siempre servirá de
referencia para quienes se dediquen a esas tareas. También hemos visto cómo
Santa Juana de Lestonnac estuvo un tiempo en un monasterio cisterciense antes
de descubrir con claridad lo que Dios quería de ella. Y San Camilo de Lelis
pensó en ser capuchino antes de comprender que su camino era fundar una nueva
congregación dedicada a la atención de enfermos. Y así muchos otros.
Entregarse a
Dios puede suponer “marcharse” a otro país, como sucede, por ejemplo, a muchos
misioneros. Esto lo pide Dios a unos pocos, pero lo que pide a todos es
“marcharse” de uno mismo, abandonar la propia comodidad, el egoísmo que
paraliza y ciega. Lo decisivo ocurre dentro del alma. No siempre hay un cambio
externo. Dios tiene muchos caminos y la Iglesia tiene necesidad de todos. Cada
uno debe buscar el suyo.
Hay que estar
dispuesto a entregarse a Dios en el camino que Él nos pida. Y esto no es solo
para la primera decisión respecto a la vocación, sino una disposición que hay
que mantener siempre.
—¿Y cómo aclararme entonces, con qué criterios?
Te respondo
con otras palabras de Benedicto XVI, esta vez dirigidas a los jóvenes, en
Colonia, en el año 2005: “¿Dónde encuentro los criterios para decidir? ¿De
quién puedo fiarme; a quién confiarme? ¿Dónde está aquel que puede darme la
respuesta satisfactoria a los anhelos del corazón? Cuando se perfila en el
horizonte de la existencia una respuesta como esta, hay que saber tomar las
decisiones necesarias. Es como alguien que se encuentra en una bifurcación:
¿Qué camino tomar? ¿El que sugieren las pasiones o el que indica la estrella
que brilla en la conciencia? Queridos jóvenes, la felicidad que buscáis, la
felicidad que tenéis derecho a saborear, tiene un nombre, un rostro: el de
Jesús de Nazaret. Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada,
absolutamente nada, de lo que hace la vida libre, bella y grande. Solo con esta
amistad se abren las puertas de la vida. Solo con esta amistad se abren
realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Solo con esta
amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera”.
—¿Y si entregarme a Dios lo veo como una
posibilidad que quizá pueda llegar, pero todavía bastante lejana?
Lo importante
es mantener el rumbo hacia Dios, aunque todavía no veamos la orilla. Debemos
seguir navegando en la dirección que consideramos más adecuada, con el viento a
favor o en contra, es igual.
—¿Y hasta ese momento?
Lo importante
es la decisión de darle a Dios lo que nos pida. Cuando se ha hecho eso, muchas
veces hay que buscar el camino. Pero no es un tiempo de espera para entregarse,
sino de dilucidar cuál es el camino.
Para
encontrarlo, tenemos que mantener la mirada al Señor, estar atentos a esas
estrellas que nos guían cuando el cielo está claro y aguzamos la vista y
procuramos interpretar su posición. Mientras esperamos la luz más clara de la
vocación, Dios nos va preparando con intuiciones, más o menos veladas, con
impresiones, con incertidumbres y desasosiegos, que quizá sean misteriosos
mensajeros de los designios de Dios para nosotros, hasta que un día aparece con
más nitidez esa llamada.
Quizá nos
ayude considerar la actitud de la Virgen y dirigirnos a ella en busca de
consejo y ayuda, porque comprende todo lo que nos pasa. Como ha escrito
Benedicto XVI, “María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y
de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo: Ten la valentía de ser audaz con
Dios. Prueba. No tengas miedo de Él. Ten la valentía de arriesgar con la fe.
Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el
corazón puro. Comprométete con Dios y entonces verás que, precisamente así, tu
vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas
sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás”. AA
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