Es
impresionante el relato que hace San Pablo sobre los padecimientos que tuvo que
sufrir al anunciar el Evangelio: “Cinco veces recibí de los judíos cuarenta
azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres
veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis
frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los
de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado,
peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas,
frecuentes vigilias con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y
desnudez...”. Y murió dando testimonio de esa fe, en Roma, junto a miles de
mártires cristianos, después de haber soportado muchas afrentas y calumnias.
Así ha sucedido en todas las épocas, y no ha sido otra cosa que el cumplimiento
de lo que anunció el propio Jesucristo: “Os entregarán a los tribunales, os
azotarán en sus sinagogas y seréis llevados ante los gobernadores y reyes por
causa mía...”.
Esas palabras
se han ido cumpliendo a lo largo de los siglos. No siempre han sido tribunales
de justicia formalmente constituidos, sino a veces tribunales menos formales
pero con no menos capacidad de juzgar y condenar. La fidelidad a Cristo se ha
pagado muchas veces con la vida, con la deshonra, con el destierro.
Por ejemplo, a
San Juan Bosco, el fundador de los salesianos, en una ocasión quisieron
encerrarlo en un manicomio; en otra, le dispararon; también intentaron acuchillarle;
más tarde, quisieron envenenarle; y luego trataron de matarle a palos. Pasó
también por la humillación de que el arzobispo de Turín, llevado por envidias y
confundido por habladurías, le quitara las licencias para confesar y publicara
acusaciones falsas e infamantes contra él y contra los salesianos. De hecho,
las mayores penalidades que padeció no vinieron de los anticlericales o los
masones, sino de su propio obispo. Tuvo que sufrir, como señaló Pío XI al
proclamar su santidad, “contradicciones provenientes de los mismos de quien
tenía derecho a esperar ayuda y socorro”. Y fueron tantas, que exclamaba al
final de su vida: “Si hubiera sabido lo que ahora sé y tuviera que recomenzar
el trabajo de fundar la sociedad salesiana, no sé si tendría valor para ello”.
—¿Y han solido ser más frecuentes los ataques
desde fuera de la Iglesia o desde dentro?
Han sido
igualmente frecuentes, pues, por una curiosa simbiosis, es bastante habitual
que unos y otros se alíen con sorprendente facilidad. Me recuerda aquel
principio militar que asegura que toda invasión lleva asociada una guerra
civil, pues el enemigo siempre busca aliados dentro del territorio que desea
someter, y es raro que no los encuentre.
Por eso, las
dificultades principales, muchas veces, no han venido de los enemigos de la
Iglesia o de la fe cristiana. El arcabuz que disparó contra San Carlos Borromeo
lo cargó un miembro de la Orden de los Humillados, que decidió llegar hasta el
crimen para impedir las reformas del Concilio de Trento que San Carlos
promovía. Y no fue una excepción. En la vida de la mayoría de los santos, hay
un extenso capítulo dedicado a este tipo de difamaciones e injurias. La
historia de la Iglesia muestra que no ha habido santo libre del doloroso
zarpazo de la calumnia. Y en ese triste capítulo se proyecta con demasiada
frecuencia la sombra de las insidias de personas que abandonaron su vida de
entrega a Dios.
Por ejemplo,
Santa Teresa había admitido como novicia en Sevilla a una mujer que parecía tan
santa “que estaba ya canonizada por toda la ciudad”. Pero, nada más entrar en
el convento, empezó con caprichos, problemas y descontentos, que sus compañeras
tuvieron que soportar día tras día con infinita paciencia, hasta que, al final,
aquella mujer se marchó, despechada, cuando vio que ese tipo de vida era
manifiestamente superior a sus fuerzas. Tiempo más tarde, ya en el año 1575,
llamaron a las puertas del convento de Sevilla los alguaciles de la
Inquisición. Entraron jueces y notarios, y Santa Teresa descubrió, detrás de
aquellas acusaciones, las calumnias de la antigua novicia que, en su
animadversión, lo interpretaba todo mal y torcido: veía, en las cosas más
sencillas, ceremonias extrañas, ritos peligrosos y cosas de iluminados. Decía
que las monjas se confesaban entre sí, que se flagelaban entre ellas, y muchas
otras cosas tremendas.
Algo parecido
le sucedió en Francia a San Francisco de Sales en el año 1615. Había logrado
convertir de su mala vida a una tal Mlle. Bellot, que ingresó después en el
convento de la Visitación, regido por Santa Juana de Chantal. Pero al cabo de
una temporada lo abandonó, volvió a sus antiguas andanzas y se convirtió en la
amante de un hombre de la corte del Duque de Nemours. El escándalo alcanzó
grandes dimensiones, sobre todo cuando el amante de la que fue monja falsificó
la letra del santo y puso en circulación una carta falsa, supuestamente
dirigida a ella, que leyó toda la ciudad rasgándose las vestiduras.
Los ataques
han venido en otras ocasiones de los propios hermanos en la entrega a Dios. Un
mediodía de agosto de 1642, la gente de Roma contempló un espectáculo
inesperado. Dos soldados conducían a un anciano de ochenta y seis años a lo
largo de la calle Bianchi hacia las prisiones de la Inquisición. Su nombre era
José de Calasanz, fundador de los escolapios. Le habían detenido de repente, a
causa de las intrigas de Mario Sozzi, uno de sus provinciales, sin darle tiempo
ni a ponerse el sombrero. El fundador andaba encorvado y tambaleante, pero con
el rostro tranquilo. Mientras esperaba para el interrogatorio, se quedó
profundamente dormido. Al final, triunfó la intriga, fue destituido y vio cómo
la institución que había fundado quedaba reducida a una simple congregación
secular presidida por quien le había calumniado con tanta saña. En esa
situación le llegó la hora de su muerte. Por fortuna, en 1669 los escolapios
recobraron su condición anterior, y aunque las falsedades que se dijeron contra
el fundador le persiguieron tras su muerte, todo se fue aclarando poco a poco
en su proceso de canonización, que duró más de un siglo, y desde entonces pasó
a ser San José de Calasanz.
Santa Juana de
Lestonnac, que había fundado en 1607 la Congregación de las Hijas de María
Nuestra Señora, tuvo también que sufrir mucho a causa de las calumnias de una
de sus primeras religiosas, Blanca Hervé, que urdió una serie de mentiras por
las que acabó sustituyendo a Santa Juana como superiora. Blanca maltrató
cruelmente a la fundadora, que soportó esa prueba con gran paciencia hasta que
la conspiradora finalmente se arrepintió de todo lo que había hecho.
También San
Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas, sufrió numerosas
calumnias por las que en 1780 se vio excluido de la congregación que había
fundado, y en esa situación murió. Y algo parecido sucedió al Beato Guillermo
Chaminade, fundador de los marianistas, que pasó por esa misma prueba desde
1841 hasta su muerte en 1850. En todos esos casos, ha llevado mucho tiempo
restablecer la verdad y levantar la espesa capa de falsedades vertidas contra
personas tan santas y que tan grandes servicios habían prestado a la Iglesia y
a toda la humanidad.
Otro ejemplo,
más cercano en el tiempo, es el de las incomprensiones que sufrió el Padre
Josef Kentenich, fundador de la Obra de Schoenstatt, fallecido con fama de
santidad. En este caso, los ataques procedían de la falta de conocimiento o de
rectitud de algunos eclesiásticos. En 1950, a causa de diversas calumnias, el
Santo Oficio nombró un visitador apostólico que, después de un largo proceso,
promovió la destitución de Kentenich. El fundador, que había pasado por la dura
prueba de cuatro años de prisión en el campo de concentración nazi de Dachau
durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo que pasar por esta nueva prueba, aún
más dolorosa, de catorce años en Estados Unidos apartado de las instituciones
que había fundado. Además, como era de temer, todo aquello arrojó oscuras
sombras sobre su persona y sobre su obra, con insidiosos rumores y calumnias.
Al fin, en 1965 se aclaró la situación y se suspendieron todas las resoluciones
contra el Padre Kentenich, que por entonces tenía ya ochenta años. Después de
una entrevista con Pablo VI, retomó inmediatamente su trabajo, con un ritmo
impresionante para su edad, hasta que falleció tres años después.
—¿Y cuál crees que es la causa de todos esos
ataques?
¿Causas de la
murmuración y de la calumnia? ¿El rencor? ¿La desinformación? ¿La envidia? ¿El
despecho? Es difícil saberlo. Pero siempre procede de un modo bastante
parecido: insinuaciones viscosas, sospechas sibilinas, acusaciones infundadas,
rumores que se repiten sin dejar ocasión a la defensa.
Pero, se deba
a una u otra causa, siempre hay que procurar sacar algo positivo de todas esas
críticas, pues, como decía San Agustín, los ataques pueden ser con frecuencia
más útiles que los elogios, ya que “muchas veces los amigos nos pervierten al
adularnos y, en cambio, los enemigos nos corrigen al insultarnos”.
Newman también
insistía en que “no debemos confundir las críticas malévolas o las frases
hirientes con lo que son auténticas argumentaciones”. Además -añadía-, “a veces
nuestro enemigo se convierte en amigo; a veces se ve despojado de la virulencia
maligna que le hacía tan temible; a veces se destruye a sí mismo; o queriendo
hacer el mal hace el bien, y luego desaparece. En general, la Iglesia no tiene
más que perseverar en sus propios deberes, con paz y confianza, permanecer
tranquila y confiar en la salvación de Dios”.
Si somos
humildes e inteligentes, sabremos aprovechar todo el potencial positivo que
encierra cualquier crítica bien argumentada, al tiempo que procuramos no
acobardarnos por la vehemencia de quienes solo buscan de modo sistemático la
hostilidad y la denigración.
—Pero ahora ya no es frecuente ese tipo de
persecuciones, al menos en el mundo occidental.
Ahora son
quizá más sutiles y más sinuosas, aunque no menos eficaces. Juegan con nuestro
miedo a lo que otros dicen, hayan dicho, dirán o dejarán de decir. Con nuestro
miedo a quedar mal, a ser ridiculizados, a estar todo el día en boca ajena, a
que se juzguen mal nuestras decisiones generosas, a quedar marcados.
No nos
llevarán al circo ni nos echarán a los leones. Pero quizá haya comentarios
maliciosos, graciosos, murmuraciones en voz baja, risitas, frases de supuestos
amigos que se escuchan en un sitio o en otro, nunca de cara. ¿No sabes? ¿No te
lo han dicho? ¿No te parece que está un poco trastornado? ¿Cómo le habrán
comido el coco de esa manera?
Y no provienen
solo de los extraños o de los falsos amigos, sino que quizá haya también
escenas familiares, todas enmarcadas en un gran halo de sensatez y de
preocupación por el pobre obnubilado.
—¿Y crees que influyen mucho esos comentarios? En
el mundo de hoy, cada uno decide con quién se casa o no, o qué vida lleva, y
apenas tiene importancia lo que la gente diga o piense.
Así debiera
ser, pero en muchos casos influye bastante y hace sufrir de un modo muy
profundo. No son las grandes persecuciones las que frenan a algunos en el
seguimiento de Dios, sino -como sucedió al apóstol Pedro- esos pequeños
comentarios de una chismosa en torno al fuego. Si los grandes periódicos del
país nos difamaran sin motivo, o si quisieran llevarnos al circo para ser
devorados por las fieras, quizá nos creceríamos hasta el heroísmo. Pero soportar
esos comentarios puede a veces resultar más difícil.
Nos sucede
como a aquel científico que viajó hasta el interior de una selva tropical.
Pernoctó en una casa con las ventanas abiertas, sin protección alguna, aunque
había alimañas por todas partes. Se extrañó, pero le dijeron que no se
preocupara, porque rodeaba su cama un tupido mosquitero. Más tarde, a la hora
del sueño, lo comprendió: en la selva, como en la vida cotidiana, los peligros
más graves no son las grandes fieras, sino los pequeños insectos. De igual
forma, a la hora de nuestra entrega, muchas veces nos acechan más peligros por
el miedo a qué pensarán algunos, que por las propias dificultades de seguir ese
camino. AA
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