martes, 26 de febrero de 2019

La persecución de los bien intencionados

Es impresionante el relato que hace San Pablo sobre los padecimientos que tuvo que sufrir al anunciar el Evangelio: “Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez...”. Y murió dando testimonio de esa fe, en Roma, junto a miles de mártires cristianos, después de haber soportado muchas afrentas y calumnias. Así ha sucedido en todas las épocas, y no ha sido otra cosa que el cumplimiento de lo que anunció el propio Jesucristo: “Os entregarán a los tribunales, os azotarán en sus sinagogas y seréis llevados ante los gobernadores y reyes por causa mía...”.
Esas palabras se han ido cumpliendo a lo largo de los siglos. No siempre han sido tribunales de justicia formalmente constituidos, sino a veces tribunales menos formales pero con no menos capacidad de juzgar y condenar. La fidelidad a Cristo se ha pagado muchas veces con la vida, con la deshonra, con el destierro.
Por ejemplo, a San Juan Bosco, el fundador de los salesianos, en una ocasión quisieron encerrarlo en un manicomio; en otra, le dispararon; también intentaron acuchillarle; más tarde, quisieron envenenarle; y luego trataron de matarle a palos. Pasó también por la humillación de que el arzobispo de Turín, llevado por envidias y confundido por habladurías, le quitara las licencias para confesar y publicara acusaciones falsas e infamantes contra él y contra los salesianos. De hecho, las mayores penalidades que padeció no vinieron de los anticlericales o los masones, sino de su propio obispo. Tuvo que sufrir, como señaló Pío XI al proclamar su santidad, “contradicciones provenientes de los mismos de quien tenía derecho a esperar ayuda y socorro”. Y fueron tantas, que exclamaba al final de su vida: “Si hubiera sabido lo que ahora sé y tuviera que recomenzar el trabajo de fundar la sociedad salesiana, no sé si tendría valor para ello”.
        
—¿Y han solido ser más frecuentes los ataques desde fuera de la Iglesia o desde dentro?
Han sido igualmente frecuentes, pues, por una curiosa simbiosis, es bastante habitual que unos y otros se alíen con sorprendente facilidad. Me recuerda aquel principio militar que asegura que toda invasión lleva asociada una guerra civil, pues el enemigo siempre busca aliados dentro del territorio que desea someter, y es raro que no los encuentre.
Por eso, las dificultades principales, muchas veces, no han venido de los enemigos de la Iglesia o de la fe cristiana. El arcabuz que disparó contra San Carlos Borromeo lo cargó un miembro de la Orden de los Humillados, que decidió llegar hasta el crimen para impedir las reformas del Concilio de Trento que San Carlos promovía. Y no fue una excepción. En la vida de la mayoría de los santos, hay un extenso capítulo dedicado a este tipo de difamaciones e injurias. La historia de la Iglesia muestra que no ha habido santo libre del doloroso zarpazo de la calumnia. Y en ese triste capítulo se proyecta con demasiada frecuencia la sombra de las insidias de personas que abandonaron su vida de entrega a Dios.
Por ejemplo, Santa Teresa había admitido como novicia en Sevilla a una mujer que parecía tan santa “que estaba ya canonizada por toda la ciudad”. Pero, nada más entrar en el convento, empezó con caprichos, problemas y descontentos, que sus compañeras tuvieron que soportar día tras día con infinita paciencia, hasta que, al final, aquella mujer se marchó, despechada, cuando vio que ese tipo de vida era manifiestamente superior a sus fuerzas. Tiempo más tarde, ya en el año 1575, llamaron a las puertas del convento de Sevilla los alguaciles de la Inquisición. Entraron jueces y notarios, y Santa Teresa descubrió, detrás de aquellas acusaciones, las calumnias de la antigua novicia que, en su animadversión, lo interpretaba todo mal y torcido: veía, en las cosas más sencillas, ceremonias extrañas, ritos peligrosos y cosas de iluminados. Decía que las monjas se confesaban entre sí, que se flagelaban entre ellas, y muchas otras cosas tremendas.
Algo parecido le sucedió en Francia a San Francisco de Sales en el año 1615. Había logrado convertir de su mala vida a una tal Mlle. Bellot, que ingresó después en el convento de la Visitación, regido por Santa Juana de Chantal. Pero al cabo de una temporada lo abandonó, volvió a sus antiguas andanzas y se convirtió en la amante de un hombre de la corte del Duque de Nemours. El escándalo alcanzó grandes dimensiones, sobre todo cuando el amante de la que fue monja falsificó la letra del santo y puso en circulación una carta falsa, supuestamente dirigida a ella, que leyó toda la ciudad rasgándose las vestiduras.
Los ataques han venido en otras ocasiones de los propios hermanos en la entrega a Dios. Un mediodía de agosto de 1642, la gente de Roma contempló un espectáculo inesperado. Dos soldados conducían a un anciano de ochenta y seis años a lo largo de la calle Bianchi hacia las prisiones de la Inquisición. Su nombre era José de Calasanz, fundador de los escolapios. Le habían detenido de repente, a causa de las intrigas de Mario Sozzi, uno de sus provinciales, sin darle tiempo ni a ponerse el sombrero. El fundador andaba encorvado y tambaleante, pero con el rostro tranquilo. Mientras esperaba para el interrogatorio, se quedó profundamente dormido. Al final, triunfó la intriga, fue destituido y vio cómo la institución que había fundado quedaba reducida a una simple congregación secular presidida por quien le había calumniado con tanta saña. En esa situación le llegó la hora de su muerte. Por fortuna, en 1669 los escolapios recobraron su condición anterior, y aunque las falsedades que se dijeron contra el fundador le persiguieron tras su muerte, todo se fue aclarando poco a poco en su proceso de canonización, que duró más de un siglo, y desde entonces pasó a ser San José de Calasanz.
Santa Juana de Lestonnac, que había fundado en 1607 la Congregación de las Hijas de María Nuestra Señora, tuvo también que sufrir mucho a causa de las calumnias de una de sus primeras religiosas, Blanca Hervé, que urdió una serie de mentiras por las que acabó sustituyendo a Santa Juana como superiora. Blanca maltrató cruelmente a la fundadora, que soportó esa prueba con gran paciencia hasta que la conspiradora finalmente se arrepintió de todo lo que había hecho.
También San Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas, sufrió numerosas calumnias por las que en 1780 se vio excluido de la congregación que había fundado, y en esa situación murió. Y algo parecido sucedió al Beato Guillermo Chaminade, fundador de los marianistas, que pasó por esa misma prueba desde 1841 hasta su muerte en 1850. En todos esos casos, ha llevado mucho tiempo restablecer la verdad y levantar la espesa capa de falsedades vertidas contra personas tan santas y que tan grandes servicios habían prestado a la Iglesia y a toda la humanidad.
Otro ejemplo, más cercano en el tiempo, es el de las incomprensiones que sufrió el Padre Josef Kentenich, fundador de la Obra de Schoenstatt, fallecido con fama de santidad. En este caso, los ataques procedían de la falta de conocimiento o de rectitud de algunos eclesiásticos. En 1950, a causa de diversas calumnias, el Santo Oficio nombró un visitador apostólico que, después de un largo proceso, promovió la destitución de Kentenich. El fundador, que había pasado por la dura prueba de cuatro años de prisión en el campo de concentración nazi de Dachau durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo que pasar por esta nueva prueba, aún más dolorosa, de catorce años en Estados Unidos apartado de las instituciones que había fundado. Además, como era de temer, todo aquello arrojó oscuras sombras sobre su persona y sobre su obra, con insidiosos rumores y calumnias. Al fin, en 1965 se aclaró la situación y se suspendieron todas las resoluciones contra el Padre Kentenich, que por entonces tenía ya ochenta años. Después de una entrevista con Pablo VI, retomó inmediatamente su trabajo, con un ritmo impresionante para su edad, hasta que falleció tres años después.
        
—¿Y cuál crees que es la causa de todos esos ataques?
¿Causas de la murmuración y de la calumnia? ¿El rencor? ¿La desinformación? ¿La envidia? ¿El despecho? Es difícil saberlo. Pero siempre procede de un modo bastante parecido: insinuaciones viscosas, sospechas sibilinas, acusaciones infundadas, rumores que se repiten sin dejar ocasión a la defensa.
Pero, se deba a una u otra causa, siempre hay que procurar sacar algo positivo de todas esas críticas, pues, como decía San Agustín, los ataques pueden ser con frecuencia más útiles que los elogios, ya que “muchas veces los amigos nos pervierten al adularnos y, en cambio, los enemigos nos corrigen al insultarnos”.
Newman también insistía en que “no debemos confundir las críticas malévolas o las frases hirientes con lo que son auténticas argumentaciones”. Además -añadía-, “a veces nuestro enemigo se convierte en amigo; a veces se ve despojado de la virulencia maligna que le hacía tan temible; a veces se destruye a sí mismo; o queriendo hacer el mal hace el bien, y luego desaparece. En general, la Iglesia no tiene más que perseverar en sus propios deberes, con paz y confianza, permanecer tranquila y confiar en la salvación de Dios”.
Si somos humildes e inteligentes, sabremos aprovechar todo el potencial positivo que encierra cualquier crítica bien argumentada, al tiempo que procuramos no acobardarnos por la vehemencia de quienes solo buscan de modo sistemático la hostilidad y la denigración.
        
—Pero ahora ya no es frecuente ese tipo de persecuciones, al menos en el mundo occidental.
Ahora son quizá más sutiles y más sinuosas, aunque no menos eficaces. Juegan con nuestro miedo a lo que otros dicen, hayan dicho, dirán o dejarán de decir. Con nuestro miedo a quedar mal, a ser ridiculizados, a estar todo el día en boca ajena, a que se juzguen mal nuestras decisiones generosas, a quedar marcados.
No nos llevarán al circo ni nos echarán a los leones. Pero quizá haya comentarios maliciosos, graciosos, murmuraciones en voz baja, risitas, frases de supuestos amigos que se escuchan en un sitio o en otro, nunca de cara. ¿No sabes? ¿No te lo han dicho? ¿No te parece que está un poco trastornado? ¿Cómo le habrán comido el coco de esa manera?
Y no provienen solo de los extraños o de los falsos amigos, sino que quizá haya también escenas familiares, todas enmarcadas en un gran halo de sensatez y de preocupación por el pobre obnubilado.
        
—¿Y crees que influyen mucho esos comentarios? En el mundo de hoy, cada uno decide con quién se casa o no, o qué vida lleva, y apenas tiene importancia lo que la gente diga o piense.
Así debiera ser, pero en muchos casos influye bastante y hace sufrir de un modo muy profundo. No son las grandes persecuciones las que frenan a algunos en el seguimiento de Dios, sino -como sucedió al apóstol Pedro- esos pequeños comentarios de una chismosa en torno al fuego. Si los grandes periódicos del país nos difamaran sin motivo, o si quisieran llevarnos al circo para ser devorados por las fieras, quizá nos creceríamos hasta el heroísmo. Pero soportar esos comentarios puede a veces resultar más difícil.
Nos sucede como a aquel científico que viajó hasta el interior de una selva tropical. Pernoctó en una casa con las ventanas abiertas, sin protección alguna, aunque había alimañas por todas partes. Se extrañó, pero le dijeron que no se preocupara, porque rodeaba su cama un tupido mosquitero. Más tarde, a la hora del sueño, lo comprendió: en la selva, como en la vida cotidiana, los peligros más graves no son las grandes fieras, sino los pequeños insectos. De igual forma, a la hora de nuestra entrega, muchas veces nos acechan más peligros por el miedo a qué pensarán algunos, que por las propias dificultades de seguir ese camino. AA

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