¿Qué es la autenticidad cristiana?
La
autenticidad es vivir (en pensamientos, palabras y obras) la verdad de nuestro
propio ser; verdad que encontramos en Dios, nuestro Creador y Redentor. La
razón humana iluminada por la fe me descubre la verdad objetiva de mi
identidad: soy creatura redimida por Cristo; soy cristiano, llamado a vivir
como Cristo dentro de su Cuerpo místico que es la Iglesia y a ser apóstol;
tengo una misión en la vida que consiste en servir y amar a Dios a través del
cumplimiento de su santa voluntad, manifestada principalmente en la ley moral
natural y en los criterios del Evangelio. La autenticidad, en resumidas
cuentas, exige conciencia de lo que debemos ser por voluntad de Dios y
coherencia con lo que debemos ser. Esta coherencia, lo sabemos muy bien, exige
una lucha continua contra todo lo que nos aparta del cumplimiento fiel de la
voluntad de Dios.
Es importante
aclarar que la autenticidad no es lo mismo que la espontaneidad. Lo
verdaderamente auténtico no consiste en el hecho de decir o hacer algo sin
trabas ni represiones. Algunas escuelas psicológicas y métodos pedagógicos
promueven la idea de que para llegar a ser auténtico y realizarse en la vida
hay que liberarse sistemáticamente de todo impedimento o freno a la propia
libertad (entendida ésta, de manera equivocada, como capricho o autonomía
absoluta). En cambio el Evangelio nos dice, y nuestra experiencia lo confirma,
que cumplir mi deber en contra quizá de lo que me dictan mis sentimientos o las
circunstancias no es signo de hipocresía o falsedad, sino, por el contrario,
una señal magnífica de coherencia.
Queridos
amigos, yo les invito a dejarse cautivar por la autenticidad que brilla en la
vida de Jesucristo y en la fidelidad heroica de todos los mártires. Seamos
auténticos, seamos hombres y mujeres que, con toda verdad y sin engaños,
cumplamos en todo la voluntad de Dios sobre nuestras vidas. Que nuestro amor al
querer de Dios sea tan fuerte que superemos el respeto humano, la doblez y el
disimulo en nuestro comportamiento. «Nadie puede servir a dos señores» (cf. Mt
6,24).
Jesucristo nos
dejó páginas muy claras sobre este tema. Basta contemplar un Crucifijo para
creer en ello. Eran las palabras que tanto nos recordaba Juan Pablo II:
¡siempre fieles!, en cualquier circunstancia, ante cualquier estado anímico, en
la adversidad o en la bonanza, en el sufrimiento y en todo momento. Siempre nos
ayuda recordar, meditar y aplicar ese extraordinario discurso que nos dirigió
en su primer viaje apostólico a México y que pronunció en la misa de la
Catedral metropolitana el 26 de enero de 1979. Ahí habló de los pasos de la
fidelidad, que implican, coherencia y constancia. Nos decía: «no negar en la
oscuridad, lo que hemos visto en la luz».
2. Implicaciones de una vida cristiana auténtica.
a) La oración como un medio para descubrir lo
que Dios quiere de mí.
La oración es
un elemento imprescindible para cultivar la conciencia clara y habitual de lo
que Dios, fuente de toda autenticidad, quiere de mí en cada momento. Es más, la
oración no sólo me ilumina sino que me proporciona también la fuerza, los
motivos, para amar ese querer divino y llevarlo a su realización. ¡Cuánto nos
estimula contemplar a Jesús absorto tantas veces en oración durante amplios
ratos! Ante las grandes decisiones, en las horas de oscuridad de su Pasión, en
todo momento Cristo supo descubrir en la oración la luz y la fuerza necesarias
para perseverar en el cumplimiento de las «cosas de su Padre» (cf. Lc 2,49).
¡Todo cambia con la oración! No podemos imaginar la fuerza transformadora que
tiene. Las penas las convierte en gozo, las tristezas en consuelo, la debilidad
en fortaleza, la preocupación en paz. Cristo se retiraba a orar. Ahí decidía,
ahí suplicaba al Padre, desde ahí nos enseñó el camino, el mejor camino de
todos. Orar, orar, orar. No cabe duda que aquí está el camino para todo. No hay
que olvidar que, junto con el cultivo de la oración, también el sabio consejo
del director espiritual puede ayudarnos a conocernos y a discernir mejor las manifestaciones
concretas de este querer de Dios.
b) Mantener una recta jerarquía de valores.
La voluntad de
Dios debe ser la norma suprema, por encima de las pasiones y caprichos, de las
modas y costumbres del mundo, de las solicitudes del diablo. Es bueno lo que me
ayuda a cumplir la voluntad de Dios, y malo lo que me estorba. Los santos nos
dan un maravilloso testimonio de lo que significa vivir con coherencia esta
recta jerarquía de valores. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»,
confesaron valientemente Pedro y los demás Apóstoles ante el Sanedrín (Hch
5,29). ¡Cuántas oportunidades tenemos en nuestro trabajo y en general en
nuestras relaciones sociales, para dar testimonio valiente de esta verdad que
en ocasiones puede implicar tomar decisiones difíciles o contra corriente! Para
vivir con coherencia según la norma suprema de la voluntad de Dios hemos de ser
fieles a la voz del Espíritu Santo en nuestra conciencia.
«La conciencia
–nos recuerda el Concilio Vaticano II- es el núcleo más secreto y el sagrario
del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el
recinto más íntimo de aquélla»
En ella
resuena con fuerza la ley moral fundamental: hay que hacer el bien y evitar el
mal (bonum est faciendum, malum vitandum). Es ahí, en la conciencia, donde
estamos a solas con el Amigo, que a fin de cuentas sólo quiere nuestro bien,
¡nuestra felicidad verdadera!
Créanme,
queridos amigos, que una de las cosas más terribles que nos pueden suceder es
perder la sensibilidad de conciencia, porque mientras ésta exista siempre habrá
posibilidad de rescate, Dios nos podrá dar la mano para sacarnos adelante.
Hemos de cuidar, más que la propia salud del cuerpo, la salud de nuestra
conciencia; llamar siempre al bien, «bien» y al mal, «mal»; que nos preocupe
más una deformación de conciencia que una herida o un comentario molesto. El P.
Marcial Maciel fundador de la Legión de Cristo, al respecto nos da un consejo
muy práctico: «Sea auténtico todos los días de su vida. No se acueste un solo
día con alguna rotura o deformación interior, como no sería capaz de dormir con
un brazo roto. Que le duela la fractura o torcedura y ponga remedio. No espere
a que se pase el dolor de la conciencia y se consolide la deformación. ¡Ahí sí
que habría que temer!» (Carta del 1 de junio de 1979 dirigida a un legionario).
¡Qué resolución tan útil podríamos sacar para nuestras vidas: nunca acostarnos
sin hacer un breve examen de conciencia para ver cómo estamos respondiendo al
querer concreto de Dios en nuestra vida, para agradecerle lo bueno que hayamos
hecho y rectificar cualquier indicio de engaño o deformación!
Hacer de la
voluntad de Dios la norma suprema de vida es, además, fuente de felicidad y de
profunda paz, porque el alma busca agradar a Dios en todo momento movida por el
amor y no por el temor. Como bien dice La imitación de Cristo: «La gloria del
hombre bueno está en el testimonio de una buena conciencia. Ten una conciencia
recta y tendrás siempre alegría» (libro II, c. 6, n. 1-2).
Ayuda mucho
repasar, sobre todo con el corazón, las palabras del salmo 118: «¡cuánto amo tu
Voluntad, Señor, pienso en ella, todo el día!». Es lo mismo que nos ocurre
cuando amamos a una persona: la queremos tanto y nos quiere tanto, que el gozo
de nuestro corazón es hacer lo que a Él le agrada, verle feliz y saber que
nuestra gratitud a Él se manifiesta más que en palabras, en obras de fidelidad
a su Voluntad. Por eso decimos su santa voluntad y por eso le pedimos todos los
días en el Padrenuestro que se haga SU voluntad. No hay petición mejor en
nuestra vida.
c) Huir de la mentira en la vida, y por lo
mismo, buscar ser buenos y no sólo aparentarlo.
Hemos de
procurar actuar siempre de cara a Dios y no sólo de cara a los demás. Un gran
enemigo de la autenticidad es la vanidad, el respeto humano, el miedo a lo que
los demás puedan pensar o decir de nosotros. A veces es necesario cuidar la
propia imagen y tener en cuenta las posibles repercusiones de nuestros actos
ante los demás. Pero cuando esto me lleva a silenciar mi conciencia, a dejar de
cumplir mi deber y omitir el bien, entonces preferimos traicionar a Dios antes
que quedar mal ante los hombres.
«El hombre
siempre ha sentido la necesidad de la careta; para reír y para llorar. Hay
muchos hombres y mujeres que la llevan. No se guíe por apariencias, hermano.
Mucha gente se acicala, sonríe, guiña el ojo al espejo...; pero con la careta
puesta. Quizá sólo cuando han apagado la luz, se atreven a quitársela por
breves instantes, pero la dejan sobre la mesilla, al alcance de la mano, para acomodársela
como primera medida del día». Lo que nos debe preocupar es la imagen que Dios
tiene de nosotros, construir nuestra vida minuto a minuto de cara a Él.
Ésta es la
mejor imagen que podemos dar a los demás, la más auténtica, la que mejor
«vende». «No eres más santo porque te alaben, ni peor porque digan de ti cosas
censurables. Eres sencillamente lo que eres, y no puedes considerarte mayor de
lo que Dios testifica de ti» (La imitación de Cristo, II, c. 6, n. 12).
A Dios nuestro
Señor, estimados amigos, no le podemos engañar, ya que «todo está desnudo y
patente a sus ojos» (Heb 4,13). Él es quien nos ha creado y nos juzgará. No es
la suya, sin embargo, la mirada escrutadora del policía o del inquisidor, sino
la de un Padre que nos ama, que se preocupa por nosotros y que si a veces nos
corrige es sólo por nuestro bien (cf. Heb 12,7; Job 5,17).
¡Cuánta paz y
seguridad da al alma vivir esta realidad, actuar siempre de cara a Dios! No hay
nada que temer, no hay por qué esconderse al escuchar los pasos de Dios en el
jardín, como Adán y Eva después del pecado (cf. Gen 3,8). Se está a gusto con
Él. Se dialoga con Él con franqueza y espontaneidad.
d) Volver a la Verdad: saber levantarse con
humildad y reemprender el camino.
Todos podemos
tener caídas y limitaciones, pero ello no nos hace incoherentes siempre y
cuando reconozcamos con humildad nuestra debilidad, pidamos perdón a Dios con
sinceridad y volvamos al camino recto. La confesión frecuente es el sacramento
que nos vuelve a colocar en la verdad de Dios y, junto con la Eucaristía, nos
da la fuerza para vivir en ella.
Es tan fácil
autojustificarse, maquillar la propia imagen ante los demás y ante uno mismo
con una larga letanía de excusas y lenitivos («no era mi intención, no hay que
exagerar, somos humanos, los demás también lo hacen, en estas circunstancias sí
se puede…»). La condición imprescindible para superarse en la vida, para ser un
hombre auténtico es la honestidad con uno mismo, la sinceridad que Jesucristo
«camino, verdad y vida» nos propone en el Evangelio. Hacer la verdad en el amor
(cf. Ef 4,15). «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no
está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para
perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1,8-9). El
placer más grande de Dios es perdonarnos. Pero el perdón sin amor, es decir,
sin arrepentimiento, corrompe. De igual manera la autenticidad sin sinceridad
es una farsa. Pidámosle a Dios que nos conceda la gracia de ser muy honestos y
humildes para que nunca permita que nos separemos de Él ni desconfiemos de su
amor.
Queridos
amigos, ustedes saben mejor que yo que vivimos en tiempos duros. Quien quiera
permanecer fiel y vivir con autenticidad su fe cristiana ha de estar dispuesto
a jugarse todo por Cristo. Hoy parece más claro quizá que en tiempos pasados
aquella realidad del martirio que vivieron los primeros cristianos en propia
carne. La vocación cristiana es una vocación al testimonio, a ser signo de
contradicción, una llamada al martirio de la fidelidad diaria.
En María, la
Virgen del sí, la mujer auténtica y coherente por antonomasia, fiel a la
palabra dada a Dios y a los hombres, podemos encontrar una síntesis maravillosa
de lo que he intentado decirles y un sostén seguro en nuestra lucha diaria por
ser hombres y mujeres coherentes, auténticos cristianos. A Ella le pido que nos
alcance de Dios, la gracia de la perseverancia final en la fe y en el amor a
Dios. AC
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