A los cuarenta días de su nacimiento, siguiendo lo
prescrito por la ley mosaica, Jesús fue presentado en el Templo, al mismo
tiempo que su Madre realizaba la ceremonia de su purificación. Es por tanto una
fiesta tanto del Señor como de su Madre. Se celebraba ya en Jerusalén a finales
del siglo IV. Desde allí se extendió a Oriente y a Occidente.
Es una de las fiestas más antiguas. El “Itinerarium” de Eteria (390) habla de esta
fiesta con el nombre genérico de “Quadragésima de Epiphanía”. La fecha de la celebración no era el
2, sino el 14 de febrero, es decir 40 días después de la Epifanía. Después pasó
a celebrarse el
2, por ser a los cuarenta días de la Navidad, 25 de diciembre.
En el siglo
V se empezaron a usar las velas para subrayar las palabras del
Cántico de Simeón, “Luz
para alumbrar a las naciones”, y darle mayor colorido a la
celebración.
A esta fiesta se le llamó de la Purificación de María, recordando la prescripción de
Moisés, que leemos en levítico 12, 1-8. Con el Concilio Vaticano II se le
cambió de nombre, poniendo al centro del acontecimiento al Niño Dios, que es presentado al Templo,
conforme a la prescripción que leemos en Ex 13, 1-12. El Evangelio de San Lucas
(2, 22-38) funde dos prescripciones legales distintas, ya citadas arriba, que
se refieren a la purificación de la Madre y a la consagración del primogénito.
En esta celebración la Iglesia da mayor realce al ofrecimiento que María y José hacen de Jesús.
Ellos reconocen que este niño es propiedad de Dios y salvación para todos los
pueblos. La presencia profética de Simeón
y Ana es ejemplo de vida consagrada a Dios y de
anuncio del misterio de salvación.
La bendición
de las velas es un símbolo de la luz de Cristo que los
asistentes se llevan consigo. Prender estas velas o veladoras en algunos
momentos particulares de la vida, no tiene que interpretarse como un fenómeno
mágico, sino como un ponerse simbólicamente ante la luz de Cristo que disipa las tinieblas del
pecado y de la muerte.
“Una espada traspasará tu alma”
Una vez cumplido el rito de ofrecer los cinco siclos legales después
de la ceremonia de la purificación, la Sagrada Familia estaba dispuesta para
salir del templo cuando se realizó el prodigio del encuentro con Simeón, primero, y con la anciana Ana, después.
San Lucas nos cuenta con riqueza de detalles aquel encuentro: “Ahora, Señor, ya puedes dejar irse en paz
a tu siervo, porque han visto mis ojos al Salvador... al que viene a ser luz
para la gente y gloria de tu pueblo Israel..." Y le dijo a la Madre: “Mira, que este Niño está puesto para caída y
levantamiento para muchos en Israel... Y tu propia alma la traspasará una
espada...".
Contraste de la vida. El mismo Jesús está llamado para ser: Luz y gloria y a la vez escándalo y
roca dura contra la que muchos se estrellarán. ¡Pobre María, la espada que
desde entonces atravesó su Corazón!...
Bien podemos hoy cantar como la Iglesia lo hace en Laudes: “Iglesia santa, esposa bella, sal al
encuentro del Señor, adorna y limpia tu morada y recibe a tu Salvador...".
PC
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