No hemos
de tener miedo -decía la Madre Teresa de Calcuta- de decir que sí a Dios,
porque no hay mayor amor que su amor, ni mayor alegría que su alegría. Mi
oración por vosotros es que lleguéis a comprender y a tener el valor de
responder a la llamada de Dios con la sencilla palabra “sí”. ¿Por qué os ha
elegido a vosotros? ¿Por qué me ha elegido a mí? Eso es un misterio.
Jesucristo
dijo: “Tuve hambre y me disteis de comer”. Tuvo hambre no solo de pan, sino del
amor comprensivo de ser amado, de ser conocido, de ser alguien para alguien.
Estaba desnudo, pero no solo por la falta de ropa, sino por la falta de
dignidad y de respeto, por las injusticias cometidas contra los pobres, a
quienes se desprecia simplemente por ser pobres. No solo sufría por no tener
una casa, sino también por aquellos que están encerrados, de aquellos que no
son deseados, que no son amados, que van por el mundo sin nadie que los quiera
ni cuide de ellos.
Uno puede
salir a la calle y no tener nada que decir, pero tal vez haya un hombre en la
esquina y se le acerque. Quizá él se sienta ofendido, pero esa presencia estará
allí. Hemos de irradiar esa presencia que tenemos en nuestro interior con la
manera de dirigirnos a ese hombre con amor y respeto. ¿Por qué? Pues porque
creemos que es Jesús. Jesús no puede recibirnos en ese momento. Debemos saber
acercarnos. Se presenta bajo la figura de esa persona que está ahí. En los
menores de sus hermanos Jesús no solo está hambriento de un trozo de pan, sino
también hambriento de amor, de ser conocido, de ser tenido en cuenta.
—¿Ese sentimiento de servicio a los necesitados
debe estar presente en cualquier tipo de vocación?
De maneras
diversas, pero cualquier tipo de entrega a Dios pasa por un sentido de servicio
a los demás, por ver el rostro de Cristo en cada hombre, y especialmente en
quienes pasan más necesidad, sea material o espiritual.
En muchos
países -continúa diciendo la Madre Teresa- la pobreza es más espiritual que
material, una pobreza que es, sobre todo, soledad, desaliento y falta de
sentido en la vida. También en Europa y Estados Unidos he visto personas pobres
durmiendo en la calle, tiradas sobre periódicos o harapos. Ese tipo de pobres
los hay en Londres, Madrid y Roma. Pero lo más fácil es hablar o preocuparnos
por los pobres que están muy lejos, ya que posiblemente sea más comprometido
prestar atención y preocuparnos por los que viven en la casa de al lado.
Cuando recojo
a una persona enferma en la calle, le doy arroz y pan, y así satisfago su hambre.
Pero, ¿cuánto más difícil es quitarle el hambre a una persona que está
marginada, que se siente rechazada, que carece de amor, que está atemorizada?
En Occidente hay más personas espiritualmente pobres que físicamente pobres.
Entre los ricos suele haber personas espiritualmente muy pobres. Es fácil dar
un plato de arroz a alguien que está hambriento, o bien ofrecer una cama a una
persona que no tiene dónde dormir, pero consolar, o quitar la amargura, el
rencor, la soledad, consecuencias de la privación espiritual, eso lleva
muchísimo más tiempo.
La entrega a
Dios siempre tiene en su origen ese deseo de ayudar a los demás en sus
necesidades materiales o espirituales, y ese deseo se fundamenta en el amor a
Dios, no en la simpatía de esas personas, ni en su agradecimiento, ni siquiera
en su petición formal de ayuda. Para entregarse a Dios, debe estar muy presente
ese deseo de vivir volcado en los demás, y eso exige una cierta liberación del
apego a lo material y a las comodidades.
—¿Piensas entonces que hace falta también una
cierta “pobreza" personal en cualquier tipo de vocación?
Hay muchas
formas de seguir el ejemplo de Jesucristo en este punto, pues los que tienen
medios económicos también están llamados por Dios, y esa llamada solo algunas
veces conlleva abandonarlos. Hubo santos que vendieron todos sus bienes y los
entregaron a los pobres. Y hubo otros que dedicaron su esfuerzo a emplear esos
bienes en servicio de Dios y de los demás. Así actuó, por ejemplo, Santa Juana
Isabel Bichier, que supo administrar con gran habilidad el patrimonio que había
heredado de sus padres, puso en marcha más de sesenta colegios para niñas
pobres y fundó la Comunidad de Hijas de la Cruz, hoy presente en numerosos
países del mundo. Lo que Dios siempre pide a todos es emplear esos medios
materiales con sentido cristiano de servicio a los demás, con sentido de
desprendimiento, de austeridad personal y de templanza.
Otro
testimonio ilustrativo es el de Gaudí. Poco tiempo después de aceptar el
proyecto de construir la Sagrada Familia, en 1894, quiso prepararse para esa
tarea siguiendo el consejo del Beato Fray Angélico: “Quien desee pintar a
Cristo, solo tiene un procedimiento: vivir con Cristo”. Desde ese momento,
pensó que debía esforzarse por vivir más plenamente el ideal evangélico.
Abandonó la buena vida, el vestir esnob, los restaurantes refinados y el afán
de riquezas y de gloria. Poco a poco, se fue transformando en el famoso
arquitecto que recorría Barcelona a pie y vestido modestamente; que había
renunciado a su sueldo a favor de la Sagrada Familia; en el hombre que
destinaba los beneficios de otras obras suyas a construir aquel templo; en el
alma que acudía a diario a la Santa Misa y leía libros espirituales. Fueron
años de esfuerzo por un desprendimiento personal que contribuyó decisivamente a
su excepcional dedicación al trabajo, a su constante servicio a los demás y a
Dios, y a esa humildad que fue gran parte de su grandeza.
La Madre
Teresa insistía también en la necesidad de la austeridad personal, y no lo decía
pensando solo en sus monjas, sino en cualquier persona: “Las riquezas pueden
ahogarnos si no las usamos bien. Porque ni siquiera Dios puede poner algo en un
corazón que ya está repleto de cosas. Un día surge el deseo de tener dinero, y
todas las demás cosas que el dinero puede proporcionar, las cosas superfluas,
los lujos en la comida, las exquisiteces en el vestir, los caprichos. Entonces,
las necesidades aumentan, porque una cosa lleva a la otra, y todo eso termina
en una insatisfacción incontrolable. Conservémonos todo lo libres que podamos
para que Dios pueda llenarnos. El desprendimiento es libertad. Una libertad por
la cual, lo que poseo no me posee a mí, lo que poseo no me subyuga, lo que
poseo no me impide compartir o darme a los demás. Ese desprendimiento es una
gran protección”.
Todo el que
está pendiente de su dinero, o vive con esa constante preocupación, no deja de
ser una pobre persona. En cambio, si esa persona pone su dinero al servicio de
los demás, entonces se siente rica, muy rica de verdad. Porque nadie posee
verdaderamente algo hasta que está dispuesto a regalarlo, pues, hasta ese
momento, esa cosa es la que lo posee a él.
Son bastante
ilustrativos, a estos efectos, esos reportajes que hacen, al cabo de los años,
a personas que les han tocado una gran fortuna en la lotería o las quinielas.
La mayoría están ahora más deprimidos y problematizados que antes, y es que
suelen haber cometido el error de dejar atrás la vida que llevaban hasta ese
momento, confiando su suerte a partir de entonces a la fortuna recibida.
Piensan que lo que les ha tocado es el logro de su propia vida, pero eso es
algo que nunca puede venir de fuera.
—¿Y cómo se relacionan el desprendimiento y la
capacidad de respuesta a la vocación?
En que, muchas
veces, para poder decir esa sencilla palabra “sí”, solo falta un poco más de
desprendimiento de lo material, cultivar un poco más esas obras de misericordia
que hacen que nuestra vida se vuelque un poco más en servicio a los demás.
Entonces
descubrimos que, quizá, lo que nos falta no es tanto pensar, debatir o creer,
sino, sobre todo, salir de nuestro egoísmo -de nuestra “habitación inhabitable”,
como decía San Agustín-, y volcar nuestra vida en querer a los demás, y en
quererlos con obras.
Además, si
echamos un vistazo con sinceridad a nuestras experiencias vitales, a lo vivido
hasta ahora, comprobaremos que, ordinariamente, las situaciones de particular
entusiasmo y alegría no han estado vinculadas a las temporadas de mayor
comodidad o posesión material, sino que han coincidido con las épocas en que
hemos dedicado nuestras mejores energías a un ideal, encarnado en unas
personas, en un proyecto o en una llamada.
Pilar Urbano
hace una lúcida glosa sobre la importancia de ese sentido del desprendimiento
personal para vivir de cara a los demás. Se refiere a la amplia envergadura de
las alas del pájaro neblí, que le permiten remontar el vuelo y ganar altura. No
son sus fuertes alas, sino la ligereza de su cuerpo, el vaciamiento de toda
carga superflua y lastrante, lo que imprime agilidad, soltura, versatilidad y
sutileza a sus evoluciones en el aire. No es solo cuestión de músculo, de
esfuerzo, de voluntad; es decisiva esa ligereza de cuerpo. Y trasladando el
símil a la ascesis del hombre, a su lucha y su elevación espiritual, las alas
serían el empeño de una vida de entrega voluntaria; y el menguado cuerpo,
vaciado de peso inerte, sería la pobreza, el desprendimiento libremente
buscado, el desasimiento de los bienes, la liberación de la propia mismidad.
El
desprendimiento, como una resolución señorial de no lastrarse con el poseer,
aun teniendo, es lo que da libertad a su impulso de elevarse sobre las cosas de
abajo. La pobreza, no como estatus social, sino como actitud vital, es lo que
atenúa y adelgaza la pesantez del “yo”. Es lo que corta hasta la más fina
atadura con toda esa quincalla que llamamos “bienes de la tierra”.
Tiene mucho
que ver ese desamarre de posesiones con la soltura de lazos, con la soltería
emancipada del célibe, vaciado, liberado. Por eso, para ser apóstol, es preciso
subrayar esas dos dimensiones necesarias: castidad y pobreza. Dos virtudes
fuertes, dos virtudes recias, dos virtudes que no han de combatir contra ningún
poder ajeno, sino contra el propio tirano que todo hombre lleva dentro. AA
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