Texto del
Evangelio (Mt 20,20-28): En aquel
tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se
postró como para pedirle algo. Él le dijo: «¿Qué quieres?». Dícele ella: «Manda
que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en
tu Reino». Replicó Jesús: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo
voy a beber?». Dícenle: «Sí, podemos». Díceles: «Mi copa, sí la beberéis; pero
sentarse a mi derecha o mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es
para quienes está preparado por mi Padre».
Al oír esto
los otros diez, se indignaron contra los dos hermanos. Mas Jesús los llamó y
dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos,
y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino
que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y
el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma
manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar
su vida como rescate por muchos».
«No sabéis lo que pedís. (…)
sentarse a mi derecha o a mi izquierda (…)
es para quienes está preparado por
mi Padre»
Comentario:
+ Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret (Vic, Barcelona, España)
Hoy, en el fragmento del Evangelio de San Mateo
encontramos múltiples enseñanzas. Me limitaré a subrayar una, la que se refiere
al absoluto dominio de Dios sobre la historia: tanto la de todos los hombres en
su conjunto (la humanidad), como la de todos y cada uno de los grupos humanos
(en nuestro caso, por ejemplo, el grupo familiar de los Zebedeos), como la de
cada persona individual. Por esto, Jesús les dice claramente: «No sabéis lo que
pedís» (Mt 20,22).
Se sentarán a la derecha de Jesucristo aquellos
para quienes su Padre lo haya destinado: «Sentarse a mi derecha o mi izquierda
no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi
Padre» (Mt 20,23). Así de claro, tal
como suena. Precisamente decimos en español: «No se mueve la hoja en el árbol
sin la voluntad del Señor». Y así es porque Dios es Dios. Digámoslo también a
la inversa: si no fuera así, Dios no sería Dios.
Ante este hecho, que se sobrepone ineludiblemente
a todo condicionamiento humano, a los hombres sólo nos queda, en un principio,
la aceptación y la adoración (porque Dios se nos ha revelado como el Absoluto);
la confianza y el amor mientras caminamos (porque Dios se nos ha revelado, a la
vez, como Padre); y al final... al final, lo más grande y definitivo: sentarnos
junto a Jesús (a su derecha o a su izquierda, cuestión secundaria en último
término).
El enigma de la elección y la predestinación
divinas sólo se resuelve, por nuestra parte, con la confianza. Vale más un
miligramo de confianza depositada en el corazón de Dios que todo el peso del
universo presionando sobre nuestro pobre platillo de la balanza. De hecho,
«Santiago vivió poco tiempo, pues ya en un principio le movía un gran ardor:
despreció todas las cosas humanas y ascendió a una cima tan inefable que murió
inmediatamente» (San Juan Crisóstomo).
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